Maduro y su banda están convencidos de que
efectivamente puede convertir a todos los venezolanos en una especie de
cardumen de mendigos. Muertos de hambre
que se arrastran, como un río de fieles y dóciles pedigueños, con las manos
extendidas hacia arriba para que le echen comida en los destartalados abastos y
supermercados de la red pública.
Tal parece que era el propósito de la
inescrupulosa medida de obligar a las industrias de alimentos privadas a
entregar hasta el 100% de su producción a Pdval, Mercal, Abastos Bicentenarios
y cualquier otro centro de distribución de alimentos controlado por el
gobierno, bajo la premisa de que quien controla la comida, controla al pueblo.
A última hora parece que tuvieron que echar
para atrás la decisión que vienen cocinando desde hace años, los llamados
“perros hambrientos del alto gobierno”. Por lo menos eso fue lo que informó en
su página web la noche anterior del último fin de semana largo, la
Superintendencia Nacional de Gestión Agroalimentaria (Sunagro)
El escueto mensaje redactado de manera muy
similar a una nota de duelo, uno de esos escritos salpicados con gotas de
tristeza, dice lo siguiente: “Sunagro
cumple con el deber de informar que deja
sin efecto la orden de redireccionamiento de la producción privada de alimentos
anunciada esta semana por las autoridades”.
¿Qué pasó? No lo explican. Pero analizar el intento de hacerlo es una
obligación ineludible, dadas las gravísimas implicaciones que una medida de tal
naturaleza tiene para la población venezolana y
porque estamos convencidos de que, en cualquier momento, las bestias que
nos desgobiernan la aplicarán sin
anestesia.
La destrucción del aparato productivo, el
control de cambio, el control de precios, la devaluación, la inflación, la
inseguridad, el uso de la fuerza y de todos los poderes del estado no han sido
suficientes para el completo control de la voluntad de los venezolanos. Por
eso, el régimen está planeando utilizar el chantaje con la alimentación diaria
para tratar de arrodillar a la nación entera.
La cuenta que sacan es muy simple. Al
apropiarse de la producción de alimentos de los privados, que representa el 80
por ciento de lo que consumimos, obligan a 30 millones de bocas siempre
abiertas a realizar colas cada vez más largas y terminan de quebrar a
centenares de negocios, con el consecuente aumento de desempleados que se verán
obligados a depender inexorablemente de los mendrugos que les tire el gobierno.
Seguramente, la cúpula oficialista se frota
las manos convencida de que ha descubierto la pólvora. Un artilugio alquímico lo suficientemente
potente como para darles el anhelado dominio del alma y el corazón del pueblo
venezolano. Creen que el hambre acumulada sería una especie de elíxir que
convertiría a millones de compatriotas en maniquíes que no representen ningún
peligro para que ellos, una minoría, sigan enriqueciéndose cada día más.
Llegaron a un nivel de rechazo e
impopularidad que ya nada les importa.
Están conscientes de que no han sido suficientes las balas de los
colectivos ni de los esbirros de los cuerpos de seguridad del estado, ni
tampoco la poderosa maquinaria comunicacional al servicio del régimen, ni las
confiscaciones, ni la destrucción de las instituciones, ni las inhabilitaciones
y demás recursos deshonestos utilizados durante estos 16 años para someter
al rebelde pueblo venezolano.
Comprenden perfectamente que a pesar de que
la lucha ha sido desigual, la vocación democrática de la mayoría de los
ciudadanos de este país ha resultado indestructible. Por eso proyectan usar
esta arma que presumen mortífera. El control de la vianda. Te arrodillas o te
mueres de hambre. Creen que así podrán, al fin, someter al colectivo a su
antojo. Como lo hicieron otros dictadores en otros países.
La estrategia del régimen consiste en cambiar
comida por apoyo. Consideran que así
pueden ganar las parlamentarias del 6D y cualquier otra consulta que se
presente en el futuro. Quien controla la comida controla al pueblo, se repiten
una y otra vez. En sus conciliábulos sostienen que ese pertrecho es capaz de
convertir en autómatas a los indómitos venezolanos.
Así de admirablemente sencilla y cínica es la
fundamentación de la medida que
quisieron implar ahora y que obligaba a las industrias de alimentos privadas a
entregar hasta el 100% de su producción a los abastos y supermercados del
gobierno.
Lo más
ruin es que esta despreciable idea ni siquiera es inédita. Está inspirada en un
maquiavélico político que prestó servicio al gobierno norteamericano como
Secretario de Estado, Henry Kissinger, quien acuñó esta perla: “Quién controla
la distribución de la comida, controla la gente…”
Omar González Moreno
programamardefondo@hotmail.com
@omargonzalez6
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