El
efecto destructivo de la inflación en Venezuela no es sólo un asunto de
capacidad de compra o de “bachaquear”. Es también una expresión perniciosa que,
después de treinta años de su aparición, de alimentación con políticas
económicas influidas por improvisaciones sistemáticas, como de una visión
populista de la administración del régimen de políticas públicas, ahora ha
copado todo aquello que integra la base estructural de activos y pasivos de la
Nación.
Ya
nada le es ajeno a la inflación criolla. Y menos aún la que hoy mantiene,
fortalece y aviva la ruina productiva
nacional, como las imprentas del Banco Central de Venezuela que se ocupan de
imprimir papel moneda las 24 horas del día. ¿Por qué, dudar, entonces, que una
de las actividades económicas que casi funciona de rodillas ante la inflación y
sus nutricionistas sea el sistema de seguros?.
El
sistema de seguros es parte indispensable para el sano, confiable y estable
desarrollo de toda economía. Sin él, es imposible garantizar cualquier tipo de
inversión: material, inmaterial, de salud o vida. Mejor dicho, su inexistencia
–o funcionamiento frágil- implica perder toda seguridad del presente, del
futuro y progreso. Las empresas de seguro, al igual que todas las del resto de
la economía, tienen que operar bajo la misma premisa. Es decir, ingresos menos
egresos refleja rendimiento o utilidad.
En
el país, con la inestabilidad económica, la inseguridad e incertidumbre
reinante, es imposible vender servicios a futuro, como es el caso de los
seguros. El incremento incontrolable de los costos, que se proyecta
exponencialmente casi a diario, es quien determina el comportamiento
estratégico de la programación funcional. Por supuesto, en un entorno económico
en el que las autoridades no se sienten administrativa ni moralmente obligados
a atacar las causas del problema, lo natural y lógico que suceda, es que a los
administradores del Estado les resulte más cómodo ignorar lo que sucede.
Algunos
creen que es un asunto de comprensión. Otros, en cambio, intuyen que se trata
de una conducta deliberada ante un hecho
normal: es asunto de conducir o de gerenciar lo económico como si se
tratara de estar ante un barril sin
fondos, sin control administrativo de ningún tipo, ni alguna mínima sustentación. Y, adicionalmente, en un
escenario de circunstancias “novedosas” en las que el sector privado está
obligado a ser conducido de la misma manera.
Después
de todo, se trata de un procedimiento idéntico al que se ha empleado desde
todos los cargos públicos durante los tres últimos lustros, para conducir al
país y a sus habitantes a la ruina catastrófica con el que hoy cohabitan y en
el que hoy se sumergen casi 30 millones de venezolanos; los hombres y mujeres
de trabajo –por aquello de que quienes no trabajan gozan de ventajas
excepcionales en su relación con los gobiernos-
mientras se informan opacamente de los escandalosos niveles de las
deudas internas y externas a los que tendrán que enfrentarse hijos y nietos, si
es que se actúa oportunamente para no repetir la experiencia Griega del 2015.
Es
importante resaltar la gravedad del tema de los seguros. Su colapso o
inoperatividad afectaría gravemente la salud económica de todo el territorio
nacional y, muy especialmente, al ciudadano común. Es válido en salud, garantía
de bienes y planes de futuro. El sólo hecho de pensar en que no se puede tener
una póliza de salud o vida, es ya catastrófico. También una tragedia personal y
familiar si el siniestro gira alrededor del robo, hurto o choque de un
vehículo. Todo se proyecta como algo
inquietante y sin tener otra alternativa que depender de la buena y
milagrosa acción divina.
Sin
duda alguna, la incidencia de las ya
sistemáticas y normales devaluaciones del Bolívar lo afecta todo. Pero, particularmente, al
sistema de seguros. Y el tema opera, definitivamente, como un siniestro
existencial de dimensiones infinitas.
Las
pólizas de salud se contratan a términos anuales y los costos de consultas,
operaciones, hospitalizaciones, así como todos los insumos necesarios - si es
que se ubican en el mercado nacional-, ya están fuera de control. En el curso
de los primeros 180 días del año, es verdad, conservadoramente hablando, se
trata de un valor de referencia que se ha duplicado. Bajo esas perspectivas, se
hace muy difícil –cuando no imposible-
que una póliza pueda resguardar al asegurado durante todo un año. Sería
la lucha de la empresa contra lo innegable: cualquier incidente le costará a la
compañía aseguradora más de lo que el
asegurado le pagó por la póliza contratada.
Otro
caso es el de los seguros de vehículos. En este caso, la lucha es por la
existencia y precios de los repuestos –siempre y cuando se consigan- o del
vehículo en sí, que se hurtan o roban, o de alguna reparación. En este caso, el
factor costo ya no es un asunto de que esté “por las nubes”. Es que su
ubicación, si acaso, está asociada a un anaquel
donde los precios se tasan con base en valores intergalácticos.
La
paralización o imposibilidad de cubrir pólizas de salud sería catastrófico para
todos los ciudadanos que aún están en condiciones de cancelarlas. Ante la
infuncionalidad medianamente eficiente -por no calificarlo de caótico- del
sistema público de salud, la recurrencia no puede ser a otro lugar que no sea
el de las clínicas privadas; de esa red que, de hecho, también se enfrenta a
una situación de carencias y que, ante dicha situación, se ve obligada a
cerrar servicios o especialidades.
Bastaría
con hacer inventarios sinceros y no partidizados de los
médicos que se han ido del país, la inexistencia de equipos y de
repuestos, como de la imposibilidad de mantener un continuo proceso de
modernización profesional y tecnológica, para concluir calificando
responsablemente la gravedad del caso.
La
gravedad, desde luego, está asociada al hecho de que se trata de la salud
ciudadana; del derecho constitucional a la vida y que va simultáneamente
asociado, casi a la par, de lo que están
provocando malas políticas económicas, peores gestiones administrativas y una
hiperinflación de finos atuendos para la ocasión de las elecciones
parlamentarias.
La
venezolana es la inflación más alta del mundo. Y su exagerada proyección
porcentual se da, precisamente, en un país petrolero que, además de haber
malbaratado en apenas diez años la mayor riqueza histórica proveniente de la
venta de dicho recurso energético, insiste en seguir flotando sobre el otro
costo incuantificable para cualquier país: el moral; el mismo que fue capaz de
resistir hasta posibilidades de asfixia, en un espacio de lujo para el reinado
de la corrupción.
Las
soluciones para enfrentar las causas de la inflación sí abundan. Tantas son que
muchas de ellas han sido recomendadas dentro del propio país, incluyendo a algunas enumeradas por economistas que
siguen autocalificándose de “revolucionarios”.
Se ha recomendado Dolarizar; sincerar el valor del Bolívar; unificar y
liberar el sistema de cambio; aumentar la producción eficientemente; acordar
una negociación con el Fondo Monetario
Internacional para acceder a un préstamo “Stand By”, a cambio de un proceso
administrativo dirigido a disciplinar el gasto público; eliminar
progresivamente el control de precios y,
desde luego, echar todas las bases que sean necesarias para reactivar la
confianza en la economía nacional.
Sin
embargo, las autoridades insisten en mantenerse indiferentes ante propuestas y
recomendaciones. Y lo hacen aun cuando
de lo que se trata, es de demostrar que el país no irá más allá que de
pobreza en empobrecimiento constante, si se insiste en no actuar, decidir, ni
gobernar.
El
sistema de seguros en Venezuela, definitivamente, está contra la pared. Pero
también lo está el resto de los sectores de la economía venezolana, cuyo
devenir está supeditado a esa situación. Fórmulas milagrosas para atacar las
causas de lo que está sucediendo, no existen. Se trata de acciones inspiradas y
relacionadas con la sabiduría que lleva en sí misma la lógica económica. La
voluntad política no puede seguir siendo un recurso para tener poder y
pretender administrarlo unilateralmente. Tiene que hacer simbiosis con esa otra
lógica, porque es de lo que hoy depende que Venezuela pueda avivar esperanza
nuevamente, y confianza en su potencialidad
para derrotar cada uno de los obstáculos que han nacido al amparo de
errores inexplicables; de equívocos destructores del derecho individual y
familiar a vivir en un ambiente de bienestar; en un país de y para el progreso
permanente.
Egildo
Lujan Navas
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