Hace poco se celebró el concurso de Miss Venezuela. Se eligió,
entre otras, a la mujer, a la siempre bella mujer venezolana que competirá en
otro certamen en el que se escogerá a la mujer más bella del universo. En esta
oportunidad, la Reina venezolana que optará por la victoria en ese otro
concurso fuera del país, será la espectacularmente bella Mariam Habach, una
tocuyana que compitió representando a su estado Lara.
Viendo esta dura competencia entre 24 jóvenes
y glamorosas bellas mujeres, representando
a todos los estados de este hermoso país, es inevitable que se haga
presente el agobio, propio, y, por lo demás, legítimo y justificado, cuando el
sentimiento lo engendra el hecho de ser padre, de ser abuelo.
¿Cómo
evitar la tristeza si ya no transcurre un solo día en Venezuela sin que
las nuevas encuestas que se realizan arrojen el comprensible resultado de que
el 60 % de la juventud manifiesta su deseo de abandonar el país? Y que sea
huyéndole a la inseguridad, a la zozobra y a la desesperanza, ante la
imposibilidad de poder forjarse un futuro distinto. El presente venezolano sólo
le ofrece a los muchachos y a las muchachas del país el reinado del hamponato dominante, de la
impunidad convertida en referencia de la administración de justicia en
Venezuela, y la imposibilidad de avivar esperanzas entre la incertidumbre y la
expansión victoriosa de la mediocridad.
El patrimonio más valioso de cualquier país
lo conforma su recurso humano, su gente; principalmente el relevo, las nuevas
generaciones. La juventud es garantía de porvenir. Y en Venezuela, hoy, una
parte importante de ella, lamentablemente, no quiere estar en su suelo.
Duele, y mucho, demasiado, quizás, apreciar
las colas de muchachas y de muchachos en los accesos a los diferentes
Consulados de los demás países del mundo representados en Venezuela, en procura
de la oportunidad casi salvadora de emigrar. Lo hacen, como diría un acongojado
Padre recientemente, en estampida. Quizás, a su juicio, por otra razón: es que
aún pudiendo sobrevivir en Venezuela, mañana tampoco podrá desarrollarse
profesionalmente, porque el perfil del técnico o del que supera alguna carrera
universitaria y al que aspira la Venezuela de los próximos años, no se
corresponde siquiera con la posibilidad de triunfar, de alcanzar el éxito, sino
con el de la obediencia sumisa a la voluntad del Estado.
Jamás en la historia venezolana se había
producido el fenómeno de la migración, mucho menos en forma masiva. Se estima
que esa migración, además de las familias que esos venezolanos han formado en
el exterior, sobrepasa a los TRES MILLONES de compatriotas radicados en el
exterior, y repartidos por todos los
rincones de la Tierra. Y nadie apuesta hoy responsablemente por la cantidad de
ellos a los que les resultará atractivo el regreso a su Patria, aun habiendo un
cambio político, económico y social en los próximos años. Es que para muchos de
esos venezolanos que ya están asentados fuera del país, el asunto no se
circunscribe solamente a una buena o a una mala situación en Venezuela. También
se trata de tener que enfrentarse a las exigencias de una reconstrucción en un
inevitable ambiente de hostilidad.
En Venezuela, debería haber una muy alta
preocupación por el hecho de la ausencia en estos términos. También por la
progresiva y constante desintegración familiar, a partir de este caso, como por
todo lo demás que el Gobierno se ha encargado de hacer para que el estatismo
adquiera su peso determinante, apoyado sobre los hombros de las nuevas
generaciones, teóricamente más identificadas con la relación
Estado-Gobierno-sociedad.
En otras palabras, la desarticulación
familiar venezolana está trascendiendo lo obvio: vivir el doloroso momento
de ver partir a los hijos, a los nietos
o a los hermanos; sentirlo con el tormento y el susto inevitable que provoca el
hecho de pensar que, tal vez, sea
esa la última vez que vea al ser querido
que se ausenta; registrarlo y archivarlo en el alma con las lagrimas incontenibles que brotan cuando,
al abrazarlos con sentimiento, se hace inevitable desearles que les vaya bien,
que se cuiden y que no olviden que “los quiero
mucho”.
Sin duda alguna, la huida actual de la
juventud venezolana es tan grave como la epidemia que se propagó cuando, a
pitazo limpio y sonoro, se le destruyó el cerebro a la Industria Petrolera
venezolana, para convertirla finalmente en lo que es hoy, hermanada con la otra
destrucción: la de la producción de alimentos, la de la producción de hierro,
acero y aluminio; la de la confianza nacional e internacional en la economía de
esta parte de América Latina. Desde luego, porque es eso lo que ha
sucedido, es por lo que no son fortuitas
ni gratuitas las opiniones que la Cepal y el Fondo Monetario Internacional han
emitido hace pocas horas sobre los resultados de la economía venezolana en el
2015 y, posiblemente, de la del 2016.
Hay un dicho coloquial alusivo al tema y que
reza lo siguiente: “uno nunca sabe lo que tiene, hasta que lo pierde”. Y, para
mayor dolor de Venezuela, resulta ser que la migración profesional, en un alto
porcentaje, ha sido recibida en el mundo con los brazos abiertos por su
preparación académica. De hecho, hoy ya se hace complicado conseguir personal
calificado en el país, especialmente en el sector médico, técnicos en múltiples
servicios, como en el campo de la docencia. ¿Y cómo impedir que eso continúe sucediendo, especialmente en el
área de la docencia, cuando la respuesta que le ofrece el mercado de trabajo
venezolano es la subestimación gubernamental, y la puesta en escena de míseros
sueldos en el medio de una vorágine inflacionaria que incrementa el
empobrecimiento nacional?.
Por supuesto, nadie que no haya pasado hambre
puede permitirse la libertad de menospreciar los Títulos Universitarios y
Postgrados nacionales e internacionales de aquellos a los que, por derecho, les
corresponde recibir un salario digno. Es comprensible y respetable que
cualquier educador venezolano al que se le ofrece un salario diario de $5 en un
cálculo del dólar a 700,oo bolívares, acepte la oferta laboral recibida desde
otros países, para impartir enseñanza a sus estudiantes. ¿Y preocupa a las
autoridades venezolanas estar
contribuyendo a perder año de preparación y de estudio, a la vez que se permite
un permanente deterioro y la ausencia de su valioso cuerpo de maestros en todos
los niveles del sistema nacional de educación?. Es más fácil acabar también con
el cerebro de la buena educación en el país.
Definitivamente, ha llegado el momento de
rescatar a Venezuela de entre las tragedias en las que hoy se sume. Pero no hay
que hacerlo a partir de ese interesado recurso instrumento de las ideologías.
Los problemas no son un asunto de derechas o de izquierdas. Es que Venezuela,
progresivamente, ha ido perdiendo su identidad de República, de país y de
Nación. Y eso ha sucedido de la peor manera durante los últimos 17 años. Han
sido muchos años de retroceso. Millones de venezolanos apostaron por una meta
distinta a la que les ofrecía un formato político económico y social de
conducción con varias décadas de trayectoria. Apostaron por un atajo y todo
fracasó. Ahora hay que retomar el rumbo y hacerlo como venezolanos y en
beneficio de Venezuela. Es hora de reflexionar, de unir esfuerzos y de trabajar
por el rescate y la reconstrucción del país.
El 6 de diciembre se presenta como una
valiosa oportunidad para retomar la ruta perdida: la del progreso, la de la
Justicia y la del orden público. Hay recursos y un valioso contingente humano y
adecuadamente formado para asumir los retos de la evolución. Nadie puede decir
que todo será fácil; tampoco que es imposible. Si votar ese día equivale a dar
el primer gran paso hacia los grandes cambios, no hay que abstenerse, negarse;
muchos menos resistirse a ponerle el hombro al país. Eso se traduce, desde
luego, en impedir que siga siendo el populismo el gran soporte del nuevo punto
de partida y del lugar de llegada de la Venezuela del Siglo XXI.
No hacerlo de esa manera y en esos términos,
equivaldría a actuar precisamente en contra de los sueños de las muchachas que
engalanaron la celebración del Miss Venezuela. Especialmente, de su derecho a
hacer familia en Venezuela, a educar a sus hijos en Venezuela, a hacer lo que
corresponde para que sus muchachos, una vez formados, antes que migrar, les sean útiles algún día a su Patria.
Egildo Lujan Navas
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