Un
típico gesto hipócrita de este tiempo es transitar esa senda que jamás consigue
alinear discurso y acción. Todos recitan que prefieren la verdad al engaño, sin
embargo frente a lo irremediable e inocultable, optan sin dudar por la más
confortable posibilidad de escaparse de la realidad y dejarse seducir por los
encantos de las fantasías y las eternas falacias.
Se
trata, indudablemente, de una actitud enfermiza, de un fenómeno sociológico
totalmente irracional y hasta patológico, que se ha vuelto crónico,
especialmente en loe ultimos 8 años, sin que aparezca con claridad el modo de
interrumpir su inercia.
Nadie,
en su sano juicio, se animaría a confesar que prefiere que le mientan que
precisa ser engañado para vivir en un mundo de ficción, porque teme enfrentarse
a la realidad y asumir sus abrumadoras consecuencias.
Cierta
tendencia natural de los ciudadanos los invita a buscar culpables por fuera. Es
la forma más burda de quitarse responsabilidades respecto de lo que sucede. Es
por eso que la política resulta tan funcional a la sociedad.
Después
de todo, esos pérfidos personajes que deambulan en esa actividad son un blanco
fácil para esa misión. Muchos de ellos son corruptos, abundan allí detestables
individuos que no merecen respeto alguno. Sus ambiciones desmedidas y sus
hábitos más que reprochables los convierten en una casta que no genera ningún
tipo de admiración.
Por
eso cabe revisar el presente minuciosamente. No se trata de que los políticos
mienten, sino de entender porqué sucede eso. No parecen tener, esos dirigentes,
incentivo alguno para decir la verdad. Muy por el contrario, los que tienen el
coraje de plantear los problemas con franqueza, describiendo las dificultades y
explicando los sacrificios imprescindibles para prosperar no logran adhesión
electoral, y sólo consiguen el
desprecio cívico.
En
cambio, los demagogos de siempre, esos que prometen lo imposible, lo
absolutamente irrealizable, cuentan con un aval categórico e incondicional que
les permite obtener los votos suficientes para triunfar y acceder al poder. Los
políticos intentan agradar a los votantes aplicando una lógica irrefutable.
Solo dicen lo que la gente quiere escuchar.
La
sociedad debe replantearse su rol y su evidente falta de compromiso. La
tragedia se inicia cuando se decide expresamente rechazar la idea del esmero
como requisito para superar los inconvenientes. Eso explica porque se aplaude
sin inmutarse a los políticos que garantizan que lo que viene será mejor y
proponen un porvenir absurdamente optimista. Cuando se espera que todo sea
simple, con una realidad diseñada a la medida de los deseos, como en un cuento de hadas, nada resulta y
todo es frustración.
Los
dilemas se superan, en cualquier escenario coyuntural, cuando son afrontados
con determinación e inteligencia. No se los resuelve de cualquier modo, y mucho
menos, con improvisaciones y posturas displicentes.
Los
asuntos de la comunidad deben ser analizados con paciencia y detenimiento para
ser abordados luego con criterio y sensatez. Nada es gratis. Y lo que realmente
vale, siempre cuesta. Pretender que esto sea diferente es definitivamente
ingenuo y hasta demasiado infantil. Por eso la sociedad tiene en esto una
gigante e indelegable cuota de responsabilidad.
Los
políticos tramposos son hijos de esta sociedad enferma que prefiere la mentira
a la verdad, que premia a los embusteros con su voto y castiga a los que
muestran con crudeza que solo el esfuerzo permite el progreso.
A
no quejarse entonces y, en todo caso, a generar los cambios que se anhelan. Las
ambigüedades de los discursos políticos son solo un derivado esperable que se
ajusta a las retorcidas demandas de una sociedad mediocre que no solo vota a
esos políticos, sino que ni siquiera tiene la honestidad intelectual de
reconocer su propia y objetable conducta cívica.
Una
sociedad que aplaude apasionadamente a una clase política repleta de farsantes,
se debe a sí misma, una enorme autocrítica. La simplificación que lleva a
culpar a los que se dejan utilizar, a los que venden su voto, a los
"clientes" de la política, solo muestra un gran cinismo ciudadano.
El
cambio empieza por cada uno y ahora.
No
existe magia ni alquimia que resuelva este presente. No se debe esperar que los
demás empiecen a modificar su patética actitud. Es probable que sea el momento
de dar el ejemplo y asumir ese liderazgo social que movilice a la comunidad
invitándola a hacer lo preciso, a actuar con enérgica corrección. Se debe
evitar caer en la cándida postura de buscar causantes alrededor. Solo basta con
mirarse al espejo y repasar las acciones personales del pasado reciente.
Cuando
la gente deje de votar a los embaucadores y empiece a darle respaldo concreto a
los que proponen el máximo esfuerzo, un
ejemplo MAURICIO MACRI, a los más
serios y preparados, a esos que hablan del futuro con sin eufóricos discursos,
porque creen que con sacrificio se superaran las dificultades, para que luego
todo pueda estar solo un poco mejor, recién en ese instante, se abrirá la
puerta para que la sociedad pueda sentirse orgullosa de sí misma.
Para
que eso ocurra no se debe esperar nada. No depende de las circunstancias
económicas actuales, ni tampoco del contexto político, ni mucho menos de las
agrupaciones partidarias. Solo es necesario tomar la decisión adecuada y
abandonar esta práctica aberrante de comprar ilusiones y continuar con esta impronta
de seguir entusiasmados con las mentiras.
Alberto
Medina Méndez
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
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