La petulante premisa catequizada por Chávez,
ahora seguida por Maduro, según la cual el comercio per se constituye una
nociva y especulativa actividad que beneficia sólo a un pequeño sector de la
economía en detrimento de la mayoría, ha demostrado ser, luego de 16 años de
experimentos, una aciaga simplificación aplaudida a veces por ignorancia o,
peor, por malsanos intereses subalternos.
Desde los diestros fenicios pasando por el
esplendor de las mercaderías en el Puerto de Alejandría, el comercio lleva
implícito una extraordinaria movilidad no sólo económica sino social por la
cantidad de mano de obra que requiere. Esa “noción mercantilista” que predominó
durante los siglos XVI y XVII y asumió inmenso auge entre el XVII y XVIII, se
hizo imprescindible para ampliar el poder no sólo económico sino político de
países y regiones. Surge entonces la acreditación académica de diversas
Escuelas y Teorías Económicas.
¿Qué relación tiene el párrafo anterior con
la actual debacle? A finales del siglo XIX y al comienzo del XX, en la
Venezuela atribulada por la pobreza y destruida por las guerras federales,
emerge el comercio como una de las actividades dinamizadoras más explicitas.
Florecen así audaces inversionistas que coparon el escenario comercial sobre
todo en Caracas, Maracaibo, San Cristóbal y parte del centro.
Los almacenistas de larga data que
subsistieron por décadas abasteciendo a pequeños minoristas, boticas,
licorerías, ferreterías, quincallerías, bodegas, camiserías, talabarterías, con
la particularidad de cada caso, se convirtieron en los principales promotores
del empleo. Hoy, lejos de estimularlos, son sometidos al más inclemente acoso
gubernamental de nuestra historia (caso POLAR).
A partir 1999 el comercio padece de
ignominiosas agresiones institucionales y personales de signo marxista que
atentan contra la libre competitividad. El prejuicio ideológico que llevó a la
confiscación y/o expropiación de comercios, bancos, agroindustrias, factorías,
terrenos urbanos, haciendas ganaderas y agrícolas, juntada con la corrupción,
ha traído en buena parte la actual debacle de abastecimiento y distribución de
bienes básicos.
La expulsión compulsiva de colombianos
residentes en Venezuela y el cierre de fronteras sobre todo con pueblos del
Táchira, en nada protege la estabilidad social de la zona y tampoco del país.
Todo lo contrario. El despensero productivo muere de mengua mientras es
sustituido por el bachaqueo. ¡Viva lo espurio y que agonice lo lícito!
Toda actividad comercial compite en razón de
su calidad y fecundidad. Cabe recordar cómo el venezolano hacía “turismo
comercial” en Cúcuta para adquirir mercaderías a bajo costo. Al gobierno
colombiano nunca se le ocurrió denunciar al venezolano por “hacerse de
productos cucuteños” para especular y desestabilizar a su país. Por el
contrario siempre incitó su mercadeo como principio lícito de libre
comercialización.
El parroquiano de hoy que según este extraño
socialismo ha sido intercedido para su bien, actuando como penitente, está
obligado a recorrer una multiplicidad de comercios “cazando” productos acordes
con las variaciones de mercadeo del dólar. De un negocio a otro el mismo bien
puede variar entre el cincuenta y mil por ciento en una misma cuadra. La ruina
del comercio forma parte de circuito destructivo que acosa toda vena productiva
del país.
La mendicidad se ha convertido en un
filantrópico factor cultural para cada venezolano. Ya no sorprende observar
largas colas en nuestro recorrido habitual. “El de la cola” preferiría ganar lo
suficiente para adquirir sus bienes a gusto y no estar sometido por el cinturón
oficial que busca quebrar su dignidad a punta de limosnas. Que al menos suceda
como en Ecuador, Perú, Brasil, Méjico, Bolivia, para no voltear la mirada hacia
el aborrecido imperio. Ciertamente el 6-D no es una fecha mágica pero sí el
inicio para erigir parte de lo destruido.
Miguel Bahachille M.
miguelbmer@gmail.com
@MiguelBM29
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