Alvaro Uribe se despidió de la presidencia en
2010, acusando al gobierno venezolano de
proteger a las guerrillas de las FARC. Su embajador Luis Alfonso Hoyos denunció
el 22 de julio de ese año, en el Consejo Permanente de la OEA,
la presencia de 1500 narco-guerrilleros en territorio fronterizo
venezolano bajo el comando de Iván Márquez.
La contundente documentación satelital
presentada de manera oficial por el Estado colombiano, demostró que bajo el
amparo de las fuerzas de seguridad de nuestro país se refugian, se entrenan, y
establecen relaciones de cooperación las FARC, ETA y otros grupos
narcoterroristas internacionales. De esa manera, un costado de nuestra
geografía se constituyó en santuario de bandas armadas implicadas en
secuestros, tráfico de drogas y crímenes horrendos.
Propuso el representante colombiano que una
comisión de embajadores acompañada por la prensa internacional, “en un plazo no
mayor de 30 días”, inspeccionara la zona señalada como asiento de los
campamentos y comprobara fehacientemente la existencia de éstos. El gobierno
venezolano respondió tajantemente ante los comprometedores señalamientos.
Desconoció las facultades de la OEA para efectuar la investigación, rompió
relaciones diplomáticas con Bogotá y ordenó movilizar efectivos militares.
A pocas semanas de plantearse la delicada
controversia asume la presidencia de Colombia Juan Manuel Santos, quien
sorpresivamente deja sin efecto la denuncia de su antecesor Alvaro Uribe, y
anuncia que se convierte en el mejor amigo del gobierno chavista salvándolo de
afrontar una realidad que desnudaría ante la comunidad internacional sus nexos y compromisos con las FARC, el ELN,
ETA, IRA y otras organizaciones criminales.
El nuevo mandatario colombiano, torciendo el
rumbo político trazado por su mentor, y a pesar de haber sido como Ministro de
la Defensa el más destacado Delfín del régimen de Seguridad Democrática, deja
sin efecto la denuncia y encubre de esa manera delitos que afectan no sólo a
Colombia y Venezuela, sino también a otros países que han sufrido y sufren la
acción del narcotráfico y de las bandas terroristas refugiadas y protegidas en
nuestro territorio.
Hace cinco años y varios meses, al asumir el
gobierno Juan Manuel Santos anunció una nueva política con Venezuela, que a
nuestro juicio resultó una especie de salto mortal sin redes protectoras. Las
consecuencias de aquella decisión apenas ahora comienzan a sentirse. En ese
entonces Santos desconoció una de las
más graves denuncias que en la historia de la OEA haya presentado un Estado
contra otro. Con el agravante de que quien asumió esa decisión es corresponsable directo de la misma política
que llevó a Uribe a tomar la trascendental iniciativa.
El mismo que había sido artífice de la llamada “Operación Fénix”, que en marzo de
2008 dio de baja en la población ecuatoriana de
Sucumbío a Edgar Debia (alias Raúl Reyes), y a 22 guerrilleros más, es
el que decide ignorar la naturaleza contumaz de estos enemigos de la paz y la
democracia de Colombia, y en la práctica les convierte en factor beligerante
con el que negocia el destino de su país. No importa, por cierto, que mientras
tanto en las selvas venezolanas estos bandidos ejerzan soberanía y continúen
realizando sus acciones delictuales.
La OEA, en 2010 quedó eximida por Santos en
su obligación de preservar la seguridad fronteriza y la paz continental
amenazada por el narco-terrorismo. Ese mismo organismo, contaminado por un
entramado de pragmáticos intereses, es el que ahora niega al atribulado
ocupante de la Casa de Mariño la aplicación de medidas que detengan la brutal
ofensiva desatada por Nicolás Maduro
contra el pueblo colombiano y su gobierno.
El cambio ocurrido en las relaciones
colombo-venezolanas han servido para dejar intactas al bandidaje y a las
estructuras criminales que denunció con pelos y señales Alvaro Uribe. El
Presidente Santos en un nefasto y confuso pragmatismo permitió que eso
ocurriera, a cambio de la supuesta cooperación y el acompañamiento de Venezuela
en el llamado proceso de paz. Esta política, realizada en medio del más
hermético secretismo, sacó a Chávez de la engorrosa situación en la que le
había colocado su odiado contrincante Alvaro Uribe.
Ninguno de los dos gobiernos dio
explicaciones a sus países o a la comunidad internacional sobre la existencia
de los cuarteles terroristas de las FARC. Por el contrario y gracias a sus
equivocados cálculos, el presidente colombiano regularizó con su actitud la
existencia de esos campamentos que siguen violando nuestra soberanía, y
continúan actuando contra la seguridad y la paz de Colombia.
En su intento de pactar y convivir con un
enemigo cuyos reales objetivos son incompatibles con los regímenes
democráticos, Santos resulta ahora sorprendido por una brusca y brutal ofensiva
que implica, entre otras calamidades el desplazamiento forzoso de decenas de
miles de sus connacionales, la destrucción de sus propiedades y la violación
despiadada de sus derechos humanos.
Por obra
y gracia de la tramposa dialéctica de los “mejores nuevos amigos”, es
ahora Colombia el país acusado de proteger a los grupos armados irregulares, de
incentivar la violencia en la frontera, de practicar el negocio de la droga y el contrabando, de
la devaluación de nuestra moneda, y además, de permitir que su población
marginal venga a chulearse los beneficios que con cédula y todo otorgaron las
misiones del paraíso “bolivariano”.
De acuerdo con el libreto de Nicolás Maduro,
los grupos armados que perturban la paz en la frontera no son ya los que desde
hace más de 50 años, en nombre de la hoz y el martillo, han practicado
sistemáticamente el crimen, los secuestros y el comercio de la droga. En cambio
los perseguidos por la guardia y el ejército de nuestro país son en estos
tiempos, los cerca de diez mil seres humanos que han sido desplazados con
violencia inaudita por las autoridades venezolanas.
Descalificada la OEA, ahora quedan Santos y
Colombia en manos de la mediación y la supuesta
buena voluntad de los gobiernos de Ecuador, Uruguay, Brasil o Argentina.
Todos ellos comprometidos deudores, y cómplices amarrados a los beneficios de
la otrora abundante chequera chavista.
Ninguno de los gobiernos del continente, como
tampoco las organizaciones regionales existentes (UNASUR, ALBA, CELAC, MERCOSUR), ha sido capaz de
condenar la actuación represiva del gobierno de Nicolás Maduro.
Con
gran prudencia, para no despertar la ira del heredero de Chávez, a lo
más que se han atrevido algunos de los preocupados mandatarios
latinoamericanos, es plantear una incierta
mediación que, de entrada sitúa en plan de iguales a agresores y agredidos.
Mediación que coloca al vecino país en una condición humillante que estimula
los resentimientos y la justa indignación de los neogranadinos.
Julio
Cesar Moreno Leon
juliocesarmorenoleon6@gmail.com
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