No
es fácil hacer una crónica de la actualidad en comentarios semanales. Tal es el
caso de la novel alianza entre el régimen totalitario castrista, Washington y
el Vaticano. Esa componenda tiene diabólicas implicaciones a la justicia, la
libertad, la moral, la razón y la fe y es peor que imposible de narrar
brevemente: hay material en ese tema para escribir diez tomos.
Aún
así, no me arredra hacerlo en brevedad, utilizando su contexto histórico. Sé
que ello podría acarrear el disgusto de muchos entre mis lectores y eso me
apena. Tengo amigos y hermanos que son católicos prácticos y agraviarlos sería
doloroso. Entre ellos los hay que conozco desde mi niñez, antiguos compañeros
de trabajo, muchos leales guerreros en la lucha violenta contra la tiranía,
tanto en la Cuba de 1961 como en el exilio y, entre ellos, mis antiguos
compañeros de armas en el Ejército de Estados Unidos.
No
obstante creo que más ofensivo fuera si tratara el tema con hipocresía. La
realidad es que nací de una familia muy devota y permanecí católico romano
durante toda mi juventud. El aprendizaje de la historia junto a los presentes
agravios, cambió eso radicalmente.
El
11 de febrero de 1929 y en una lujosa sala del Palacio de Letrán en Roma, se
firmaron los tratados que llevan su nombre y que dieron entidad legal e
independencia al contemporáneo Estado Vaticano. El Papado había sido antaño un
centro de considerable poder político y militar. Los dramáticos cambios
sociales en Europa durante los pasados tres siglos, disminuyeron
considerablemente ese poderío e influencia.
Me
limito hoy a escudriñar la relación de causa-efecto entre la naturaleza
temporal de la Iglesia de Roma y la religión, que es eterna para cualquier
iglesia organizada. Estoy analizando una iglesia que se fundamenta en una fe
monoteísta y civilizada. No considero legítima a otra que demanda conversión a
la fe so pena de la vida. Eso no representa una fe real sino una secta fanática
de sangrientos asesinos. Asesinos que son también miserables cobardes, pues
ocultan sus caras criminales durante la comisión de sus inenarrables fechorías.
Las
relaciones entre la iglesia Católica Romana y el estado italiano habían sido
hostiles durante más de sesenta años antes de 1929. El Reino de Italia era
secular y manifestaba resentimiento anticlerical no totalmente injustificado
hacia la Iglesia y sus largos e históricos entendimientos con el enemigo
austriaco. El Rey de Italia era por esa época Vittorio Emmanuelle II, de la
Casa de Saboya, beneficiaria de la unificación italiana. Vittorio era un
monarca minúsculo en estatura, quien se tornaría en casi un títere de Mussolini
hasta que este fuera derrocado por sus propios partidarios fascistas tras la
victoriosa invasión aliada de Sicilia en 1943.
Los
firmantes de los tratados de Letrán fueron por parte de la Iglesia, Pietro
Cardenal Gasparri y por el estado italiano su entonces Primer Ministro, pero ya
virtual mandamás y jefe supremo del Fascio, el antiguo editor socialista y ex
simpatizante marxista, Benito Mussolini.
Para
el régimen de Mussolini apuntalar a la Iglesia era un paso diplomático muy
beneficioso que recibiera aprobación universal, incluyendo la venia de un
futuro enemigo acérrimo y estadista sagaz: Winston Churchill. Para el Papado,
fue una movida política muy provechosa: el arte de aprender a convivir
ventajosamente con una tiranía totalitaria y opresora.
Pasemos
a la mitad de la segunda década del siglo XXI con la visita oficial a
Castrolandia del jesuita Jorge Bergoglio, convertido en Papa Francisco por el
voto mayoritario de la Curia. Su elección al papado incluyó el voto del
Cardenal cubano Jaime Ortega y Alamino, antiguo inquilino involuntario de la
UMAP (“Unidades Militares de Ayuda a la Producción”).
Esas
vacaciones forzosas del futuro cardenal las disfrutó Su Eminencia en los
tiempos cuando Castrolandia perseguía sañudamente a muchos homosexuales. Por
supuesto, no a todos. El finado antiguo director del ICAIC (“Instituto Cubano
de Artes e Industria Cinematográfica”), Alfredo Guevara, era notorio homosexual
fuera del closet pero nunca lo persiguieron ni arrestaron y siempre disfrutó a
plenitud las múltiples privilegios acordes a la élite castrista.
La
preferencia sexual del Cardenal Ortega es asunto de él y tema que no me incumbe
ni que interese a los lectores. La cito sólo para facilitar un mejor entendimiento
histórico de su controvertida personalidad. Lo que rechazo con indignación
vehemente es que se refiera al exilio cubano como a “la gusanera de Miami”:
Ortega es sólo un miserable cobarde quien, víctima o no de chantaje, ha
consistentemente usado desde entonces su jerarquía en la Iglesia para defender
los infames intereses de la tiranía castrista.
Jorge
Cardenal Bergoglio, es ahora el Papa Francisco y principal alcahuete voluntario
del grotesco romance político entre el tirano substituto Raúl Castro y la
administración Obama. A continuación hago referencia a sus expresiones en favor
del poder eclesiástico, del que es genuino partidario y convencido ortodoxo:
“Nadie
debe caer en la tentación de creer en el avance de la fe fuera de la Iglesia”.
“Usted no puede amar a Dios fuera de la Iglesia y no puede lograr la salvación
del alma por sí sólo”.
Ese
apostolado es tradicional de la Iglesia, pero en Bergoglio particularmente
sugiere un enorme apetito a un poder político temporal y absolutista, el que
pretende disimular con su sonrisa bonachona. Un ejemplo de ello es su
intervención en un cónclave de obispos iberoamericanos en 2007: “Vivimos en
medio de la parte más desigual del mundo, la que más se ha desarrollado y la
que menos ha reducido la miseria”. ¿Se refería el sacerdote populista sólo a la
Argentina o a Iberoamérica? ¿Denunciaba el clientelismo endémico y corrupto que
pasa por capitalismo en las sociedades al sur del Rio Grande? No. Su alma
furtiva pretende desconocer que las diferencias más abismales del poder
contemporáneo residen en las naciones víctimas de las “panaceas totalitarias”
cómo Corea del norte y Cuba. “Pretender” es en esto la palabra clave: Bergoglio
no es ignorante.
La
novelista Ayn Rand escribió en una de sus obras que “Aquellos que pretenden
desconocer la diferencia entre el dólar y el látigo están, más tarde o más
temprano, destinados a aprenderla en sus espaldas”. Pero como afirmara el
estibador-filósofo Eric Hoffer en su obra maestra “The true believer”, “…los
líderes mesiánicos raramente responden por sus errores. Son sus seguidores
quienes sufren”.
La
diatriba de Bergoglio era en general contra el sistema económico que disfruta,
pero el que al mismo tiempo detesta y resiente: el libre mercado. No, amigo
lector, no es contra “los excesos” del capitalismo, sino simple y claramente
contra el capitalismo. En Bergoglio no encontramos un líder creyente y
confundido al apreciar ciertas realidades, sino alguien quien decide cerrar los
ojos ante ellas o mantenerlos abiertos e ignorarlas.
El
video que capta una demostración de protesta suprimida a empellones por los
esbirros de la seguridad del estado castrista a pocos metros al frente del
“Papamóvil”, se da de cachetes con las posteriores declaraciones del prelado,
quien afirmó no haber visto ni oído nada. Recordemos lo afirmado por uno de los
más elocuentes próceres de la Revolución Americana, Patrick Henry; “Hay quienes
teniendo ojos deciden no ver y teniendo oídos, no oír. Por mi parte, quiero
saber todo cuanto de malo ocurre para tratar de corregirlo”.
¿Quién
puede sorprenderse de que Bergoglio se reúna con los genocidas hermanos de La
Habana y les lleve regalos en calidad de Jefe de un influyente Estado
Ecuménico? Me pregunto, ¿sobre qué habló Bergoglio con los sangrientos tiranos?
¿Quizás de “justicia social”?
¿Habló
sobre los “grandes logros” de un sistema totalitario al que evidentemente
considera superior a nuestras libertades? Quizás se refirió al “calentamiento
global”, tema que discutirá con el Mesías de aquí. ¿Qué planeará hacer con los
eminentes científicos quienes en números crecientes ya no comparten sus
superficiales y desacreditadas teorías ambientalistas? ¿Lo mismo que con
Copérnico y Galileo?
Finalmente,
es importante que haga referencia al motivo por el que llamo a Bergoglio por su
apellido cristiano y no por el nombre que adoptara como Pontífice. Este punto
puede ser comprobado por los amables lectores si consultan con alguien que me
conozca personalmente. Existen sólo dos grupos de individuos a quienes me
refiero siempre por el apellido. O bien que sean quienes respeto, o aquellos
con los que no deseo intimar.
Enviado
a nuestros correos por
Adela Fabra
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