Es interesante examinar las numerosas implicaciones
que existen entre la moral y la economía, por cuanto son muy frecuentes las
veces en que se las soslayan, y es de suma importancia que se den ciertas
condiciones para tener una economía moral y no cualquier otra. Será bueno
analizar entonces de qué manera algunas doctrinas económico-políticas
-aparentemente "positivas" o "beneficiosas"- atacan, en
realidad, y terminan destruyendo a la moral. Comencemos, pues, con el populismo,
con esta excelente cita:
"El populismo no solo es ineficiente como
organización económica, sino que es fundamentalmente inmoral porque su
funcionamiento así lo requiere."[1]...." Dentro de este pensamiento
autoritario en materia económica, que es una especie de iluminismo económico y
monopolio de la bondad de los políticos, no hay lugar para entender que la
competencia es un proceso de descubrimiento. Descubrir qué demanda la gente,
qué precios está dispuesta a pagar por cada mercadería y qué calidades exige.
Por eso el populismo económico inhibe la capacidad de innovación de la gente y
los “empresarios” millonarios son, en su mayorista, simples lobbistas que hacen
fortunas con negociados turbios gracias a sus influencias con los corruptos
funcionarios. Es en este punto en que el intervencionismo deja de ser
ineficiente para transformarse en esencialmente inmoral porque los beneficios
empresariales no nacen de satisfacer las necesidades de la gente, sino de
esquilmar los bolsillos de los consumidores. Y como para esquilmarlos necesitan
el visto bueno de los funcionarios públicos, ese acuerdo se transforma enorme
corrupción donde la riqueza surge de expoliar a la gente mediante pactos
corruptos."[2]
La inmoralidad nace -como bien se observa- de la
dinámica propia del sistema intervencionista, que requiere del latrocinio para
beneficiar a unos a costa de otros. Incluso la inmoralidad surge aunque las
intenciones del burócrata tengan como base firmes convicciones acerca de la
"corrección" de su actuación. Una acción es intrínsecamente inmoral
con independencia de que el agente que la provoca conozca o no sus vínculos
causales con la moral, en tanto y en cuanto, desde el punto de vista objetivo,
la intervención viole la regla moral.
De cualquier manera, en la mayoría de los casos donde
intervienen los gobiernos, las normas morales se violan en forma consciente de
que se lo está haciendo. No interesa demasiado que el político sepa o no que
está vulnerando las normas morales con sus políticas intervencionistas, lo
relevante es de qué modo sus acciones favorecen o perjudican –potencial o
concretamente- a los demás. Y, en tanto y en cuanto, se adopten políticas
populistas (que siempre han de ser -por definición- intervencionistas) hemos de
tener por seguro que las reglas morales han de ser transgredidas violenta o no
violentamente.
Entonces, desde un punto de vista legal, los
frecuentes contubernios habidos entre funcionarios y empresarios,
sindicalistas, o de cualquier otro sector social, pueden ser jurídicamente
válidos, lo que no quita ni quitará jamás que –asimismo- sean moralmente
repudiables. Para lo cual, no es necesaria –y esto es importante reiterarlo y
destacarlo- la existencia concreta de un perjuicio, sino que basta la mera
probabilidad de haberlo provocado. La acción será doblemente inmoral si el daño
-al final de cuentas- se consuma. Y basta que sea uno solo el afectado para que
la inmoralidad se materialice.
"Pero además de ser más eficiente la economía
de mercado, su gran diferencia con el intervencionismo es que está basada en
principios morales y éticos en que nadie se apropia de lo que no le
corresponde. No se usa al Estado y a sus funcionarios para que, con el
monopolio de la fuerza, se desplume a trabajadores y consumidores. No se hace
de la corrupción una forma de construcción política en que las voluntades se
compran."[3]
La diferencia entre la economía de mercado (o
economía liberal conforme preferimos llamarla) y los demás sistemas es que,
aunque no existieran normas legales, siempre van a preexistir normas morales
que deben ser respetadas, y en el punto donde se quebranten será en ese mismo
momento y lugar donde habrá desaparecido la economía de mercado, capitalista o
liberal. El tema se entronca con el de la ley moral, que se diferencia de la
ley inmoral. Ambos tipos de leyes podrán tener por igual imperio legal, pero
sólo será justa la ley moral y no la inmoral. La moralidad del capitalismo se
encuentra en que cada ser humano respeta el fruto del trabajo ajeno, en tanto
que en todos los demás sistemas que lo adversan ocurre exactamente lo
contrario. Es esto lo que hace del capitalismo un régimen moral superior a los
demás.
"Como se ve, no estamos hablando solo de
eficiencia económica cuando hablamos de capitalismo versus populismo. Estamos
diciendo que la economía de mercado es un imperativo moral frente a la
inmoralidad del populismo intervencionista, dado que en este último imperan la
corrupción y el saqueo. La decencia, la honestidad en la función pública y la
transparencia en los actos de gobierno no son la esencia del populismo. Por eso
el populismo no solo es ineficiente como organización económica, sino que es
fundamentalmente inmoral porque su funcionamiento así lo requiere."[4]
La idea básica, entonces, es que un robo no es
ilegal porque la ley jurídica así lo declara, sino que es ilegal porque
infringe la ley moral. Las leyes jurídicas no pueden hacer "legal"
(ni menos aun "moral") lo que la ley moral declara ilegal. Y menos
todavía -como hemos consignado- la ley legal puede hacer "justo" lo
que moralmente es injusto. Y de esto se trata precisamente la moralidad del
capitalismo, en contraste con la inmoralidad de todos los demás sistemas
anticapitalistas, como son los populismos e intervencionismos de distinto
signo. Son inherentemente inmorales, aunque sean declarados "legales"
desde lo jurídico. Y todos los entramados anticapitalistas están basados en el
robo y el latrocinio, reconocidos incluso en documentos tales como sus
Constituciones y códigos.
Gabriel
Boragina
gabriel.boragina@gmail.com
@GBoragina
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