En un discurso como este, que no es una experiencia
nueva, lo normal sería dirigir unas palabras a los padres, otras a los
profesores y, finalmente, un mensaje a los graduandos, principales
protagonistas de este día.
Sin embargo, y con toda conciencia, hoy me voy a permitir
solicitarle a los profesores y a los padres que me dispensen, y me permitan
hablar solamente a los muchachos. Pero como nobleza obliga, queridos
graduandos, quiero pedirles un favor: antes de continuar pónganse de pie y den
un fuerte aplauso de homenaje a sus padres —principales maestros de sus vidas—
y también a aquellos profesores, que hayan sabido darse de modo generoso y
justo para que este día fuera una realidad.
Ahora si, queridos graduandos. Para cada uno de ustedes,
y de algún modo también para todos, quiero contar una historia. Si, una historia,
un cuento, no sé si una fábula, que quizá te parezca de entrada algo infantil,
pero sobre el que espero que vuelvas muchas veces en los tiempos inmediatos por
venir... ya sé que no es el modo habitual de dar un discurso de orden en un
acto de grado, pero como estamos hoy en familia y estás egresando de Los Arcos
(de tu casa), permíteme tu también llevarme un poco por delante, los
procedimientos habituales.
Solamente haré una aclaratoria inicial: soy sacerdote,
ministro de Cristo, y hoy te hablo en nombre de tu colegio. Por tanto, ni por
una ni por otra razón hablo nunca de política. Este mensaje no tiene ese fondo,
así que no lo interpretes así: es una mensaje para ti, para el corazón, para la
vida.
Y ahora si, esta es la historia...
Hace años, muchos años, al norte de un continente que se
encontraba en el sur, existió un país. Una tierra maravillosa, rica, fértil...
de esas que manaba leche y miel, como dice en varios lugares el Antiguo
Testamento. Ese país, como tantos, comenzó siendo poco desarrollado, tierra
rural, indígena y luego campesina... allí estaba todo por hacer.
Vinieron hombres del viejo mundo, y durante muchos años
lo fueron levantando y construyendo, con sueños de conquista, de dominio y de
poder... pero a la vez, y no se puede negar, con sueños de futuro. Y a aquel
lugar llegó gente buena y gente menos buena... y todos soñaban a su manera.
Llegó un momento, como ha pasado siempre en la historia,
en que los pobladores nacidos en aquel país, descubrieron que esa tierra era
suya y quisieron gobernarla. Y los venidos del viejo mundo se opusieron un buen
tiempo, pero al final, se impuso la fuerza de la sangre mezclada con la fuerza
de la tierra y la valentía de un pueblo, y aquel país terminó siendo libre:
tierra de sus dueños, de su gente, de sus pobladores.
Y estos mismos pobladores, con la fuerza que otorga el
sentir esa tierra como madre, y con la seguridad que entrega el haber derramado
por ella su sangre, siguieron construyendo un país... y hubo altos y bajos,
luces y oscuridades, dictadores y demócratas, corrupción y honestidad... y
hasta una guerra federal y unos gobiernos absurdamente caudillistas... de todo
hubo... pero siguieron construyendo un país.
Un día, apareció en aquel país la riqueza... vino en
forma de un oro negro, medio líquido, medio sólido... que resultó el
combustible para el motor que conducía al futuro, al progreso y a la
modernidad. Y aquel país siguió construyéndose, ahora a mayor velocidad y con
mayor bonanza.
Y así transcurrieron los años, y los lustros y las
décadas...
Y hubo años de felicidad, de abundancia... donde en aquel
país de maravillas la mayoría de las cosas eran fáciles, era gozosas, y todos
tenían una oportunidad. Parecía que el sol brillaba con una luz más fuerte... y
había vida y color y seguridad.
Y si hasta ahora esto no te ha parecido suficiente, había
una cosa más... importantísima, aunque las gentes de aquel país no se dieran
cuenta: y ese factor secreto eran ellos: la misma gente. Si, la gente, los
pobladores; los nacidos en el país, y aquellos venidos de otras tierras que
hicieron que el país naciera en ellos. Los había de todos los colores y mezclas
de las que es capaz el amor humano, te diré con frase de San Josemaría. Y los
había ricos, y medios, y pobres. Y los había altos, y medianos, y bajos. Y los
había jóvenes de alma y de cuerpo, y jóvenes de alma y con el cuerpo
trabajado... e incluso jóvenes de alma y con el cuerpo marchito o agostado. Y
los había de todos los tipos, de todas las profesiones y oficios, de todos los
caracteres y modos de ser. Y eran abiertos, y trataban de entenderse incluso
con sus diferencias... y a pesar de cualquier mal o de cualquier obstáculo, los
unía un sentir común: eran los habitantes de aquel país maravilloso, tenían una
tierra madre en común, eran de allí y juntos tenían un sueño compartido: el
sueño de construir aquel país bendito.
Sólo permíteme, querido bachiller, un inciso en esta
historia: hace no tantos años, aunque si hace ya algunos... casi 50, un grupo
de gentes de aquella tierra, siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de un hombre
muy santo, se propusieron iniciar un aventura educativa. No de una educación
cualquiera, no, sino de una educación de verdad. Una educación donde lo
académico tuviera su importancia, pero fuera reconocido cómo lo que realmente
es: solamente un segmento del proceso educativo. Una educación en la fe; una
educación en valores, una educación con oportunidades artísticas y deportivas;
una educación en las virtudes humanas; una educación distinta, completa y, sobre
todo, fundamentada en la libertad, la verdad y la justicia.
Hablamos de una institución donde a lo largo de los años,
se veía crecer los cuerpos, pero sobre todo, se veía crecer las almas. Donde
juntos todos, acertaban y erraban —que todo había— pero donde se intentaba
reconocer el error y, sobre todo corregirlo.
Pero volvamos a nuestra historia... ¿sabes?... pasa con
frecuencia: cuando hay tanta felicidad, tanta bonanza y tanta riqueza, muchas
veces nuestro corazón hace traición y parece que se nos nubla la vista y el
razonamiento. Y así pasó en el país de nuestra historia.
Llegaron los años difíciles y las nubes de tormenta se
cernieron sobre aquel país de maravillas: y hubo sequías, y hubo lluvias
desmedidas; y hubo crisis en muchas tierras y comarcas cercanas; y hubo
violencia y muerte y destrucción. Pero eso no fue lo realmente grave; ni
siquiera lo fue los errores de los gobernantes de aquel país, de antes y
después, de un color o de otro... lo realmente grave fueron tres cosas:
La primera fue que la riqueza de aquel oro negro que les
abría tantas puertas, primero se hizo insuficiente y luego les dejó una
herencia terrible: parece que los buenos pobladores de aquellas tierras, que
ahora lo tenían todo tan sencillo, perdieron el buen hábito de trabajar con
esfuerzo y responsabilidad; se hicieron amigos del dinero fácil y sin
exigencia... y se les comenzó a olvidar que tenían que seguir construyendo un
país.
El segundo gran error fue, que mucha de aquella gente,
gente tan buena... se dividió. Dejaron de entenderse y de hablarse; dejaron de
ser sencillos, abiertos y amables. Y el sentir común ya nadie lo sentía, y el
sueño de todos nadie lo encontraba... y la luz brillaba menos, y había menos
color, y había miedo.
Y ahora que todo parecía venirse abajo... faltaba todavía
el tercer error... el peor de todos: la gente de aquel país que manaba leche y
miel dejó de sentirlo suyo. Y poco a poco se fueron desarraigando, y ya no
sentían aquella tierra como propia, como madre... y se comenzaron a ir. Buscando
oportunidades buenas y legítimas en tierras y países lejanos, pero pretendiendo
olvidar y dejar atrás lo que realmente era les pertenecía, lo que Dios les
habían confiado, lo que era suyo y propio más que ninguna otra cosa en el mundo
conocido.
Y aquí es donde entra en juego aquella aventura educativa
de la que te hablé: como pasa en casi todas las historias, cuando el panorama
se nubla y la oscuridad se nos viene encima, surge siempre alguien: un
guerrero, un valiente, un joven, un virtuoso, un soñador, un visionario que se
atreve a plantarle cara a la adversidad; a tomar el riesgo de seguir soñando; a
no pararse ante las dificultades... que sigue creyendo y esperando, y hace suya
aquella misión de seguir construyendo un país. Y la historia los premia, y el
mundo los admira, y Dios los bendice.
Por eso hoy, en ese país lejano —tierra bendita que ya
habrás identificado—, esa institución educativa que ya también sabes cuál es,
viene a pedirte a ti que te animes a ser ese guerrero, ese valiente, ese joven,
virtuoso, soñador, visionario, que sea capaz finalmente de asumir ese reto de
construir un país.
Y como el hombre sabio es aquel que sabe aprender de los
errores del pasado, mirando un poco hacia atrás, venimos a pedirte a ti, para
comenzar, tres cosas:
La primera, es que recuperes ese sentido del trabajo bien
terminado; que no te dejes deslumbrar ni por el camino ni por la riqueza fácil,
que no le tengas miedo al esfuerzo. Construir todos los días implica trabajar
sobreponiéndose al cansancio y a la adversidad. Recuerda que la vida de un
hombre honesto siempre brilla y tiene mucho que transmitir.
Luego, en segundo lugar, que seas hombre de unión, de
concordia, de reencuentro. Algún día los hombres tendremos que convencernos de
que la división sólo conduce al fracaso Por eso hoy te pregunto: ¿Te atreverás,
mi querido bachiller, a asumir el reto de soñar de nuevo con ideal común a
todas las gentes, sin importar su condición, ni su raza ni su dinero, ni su
clase social, ni su modo de pensar en política? Vivir el reto de ser todos
hermanos, hijos de la misma tierra, de los mismos héroes, del mismo esfuerzo.
Eso es pensar en grande, eso es lo que es digno de ti.
Y tercero, y por último, mi querido bachiller, algo que
pudiera decirse que es un recordatorio, pero hoy suena más como uno de esos
gritos que quieren llegar a lo más hondo del alma y el corazón: no te olvides
nunca, nunca, nunca de que ese país lejano, es tu país.
Ojalá escuches todos los días, en lo más intimo de ti,
ese grito en el alma que no necesita palabras, y a la vez no deja de decirte
“¡eres de aquí!”, “¡aquí perteneces!”; “¡aquí está tu tierra, tu gente, tu
país!”.
Entendemos que quizá te vas temporalmente, para estudiar
y prepararte mejor: ¡enhorabuena! que crezcas, que te formes... ¡PERO QUE
VUELVAS! ¡Aquí haces falta! ¡Aquí te necesitamos! y ¡Aquí contamos contigo!
¡Que este ha sido, es y será siempre TU país! Eres TU quien lo tiene que
construir; no puedes dejarlo en manos de nadie; es tuyo, tuyo, tuyo.
Mi querido bachiller: creo que cualquier explicación
adicional está de más. La aventura educativa se llama Los Arcos; el joven
guerrero, valiente y soñador lleva 87 nombres distintos, pero sobre todo lleva
el tuyo; y esa tierra lejana y mágica, grande y generosa, por la que se sufre,
se trabaja y se deja todo, esa tierra a la que tu y yo pertenecemos, y que a su
vez nos pertenece, se llama VENEZUELA.
Un último consejo: no te me olvides de Dios y de la
Santísima Virgen. Ellos nunca se han apartado de ti, y siempre estarán cuando
los necesites. Hoy te miran con especial cariño desde el Cielo y te empujan
para seguir adelante.
Me toca despedirte de tu colegio, y lo hago con un “hasta
siempre”. Perdónanos nuestros errores: los muy recientes y los de estos once
años. No te pierdas, esta es tu casa y aquí siempre te estaremos esperando.
No me resisto a dejarte unas palabras de Andrés Eloy
Blanco que ya he usado en otras oportunidades, y que nos pueden servir de punto
final a esta historia:
Quédateme un poco más,
márchateme un poco menos,
véteme yendo de modo
que me parezcas viniendo
y no que grites: adiós!
ni digas «hasta la vuelta»;
vete marchando de espaldas
para creer que regresas.
Dios los bendiga siempre muchachos.
Muchas gracias a todos.
Enviado a nuestros correos por
Pedro Paúl Bello
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