La
Revolución Francesa no es una historia tan rosa como que guillotinaron a los
reyes y después vivieron felices para siempre. En diez años, entre 1789 cuando
la burguesía se declara poder supremo en una Asamblea Nacional y 1799 cuando
llega Napoleón Bonaparte a poner orden en la pea revolucionaria, ocasionó según
los historiadores unas 100.000 muertes entre matanzas y guillotinas. Lo curioso
es que Maximilien Robespierre, líder que había ordenado decapitar a
monárquicos, liberales, radicales y a cualquier sospechoso de
contrarrevolucionario, terminó como todo verdugo, cayendo bajo la hoja de la
guillotina.
Afortunadamente,
después de la degollina, la revolución que produjo la Declaración Universal de
los Derechos del Hombre, inspirada por cierto en la Constitución americana, fue
rescatada por pragmáticos e ilustrados, que hicieron buenos los preceptos de
igualdad, libertad y fraternidad. Tanto la revolución francesa como las
revoluciones americanas lograron la independencia de sus pueblos, a un alto
costo que lamentablemente algunos países latinoamericanos no han logrado
honrar, regresando sobre los pasos de las montoneras caudillescas para arreglar
los conflictos, en lugar de alcanzar un civilizado rango parlamentario y
jurídico.
Venezuela
no ha sido la excepción, guerras, golpes, derrocamientos, en un perjudicial
ciclo de inestabilidad política y económica, logra por fin el equilibrio con el
advenimiento de una democracia que logró sacar al país hacia el desarrollo.
Cuarenta años en que los presidentes se entregaban civilizadamente el mando
cada 5 años, en que nadie intentó golpes de estado. Cuarenta años en que la
salud, la educación, la tecnología, la infraestructura y la prosperidad
avanzaron más que en el siglo anterior.
Pero llegó la revolución, impulsada por las protestas ante desigualdades económicas, corrupción y por una labia planetaria que enamoró a gran parte del país, que soñó con ese mundo de orden militar pero con el amor de un poeta pueblerino. Allí se fregó Venezuela. La estrategia fue destruir todo, supuestamente para empezar de cero. Pero un país no se destruye tan fácilmente: se necesitaron 15 años de leyes draconianas, expropiaciones, expulsión de los mejores, aniquilamiento de la producción nacional, cárcel, plomo y gas del bueno para que el caudillo pensara que tenía la situación controlada.
Dejó
que sus seguidores saquearan el país, mientras él miraba para otro lado y
mareaba con discursos de 7 horas en cadena, alabando las maravillas de su
revolución. Dejó que el hampa acorralara a la ciudadanía, porque así la
mantenía aterrorizada tras las rejas de sus casas. Nombró ignorantes, patanes e
incapaces como ministros, porque total, él ocupaba todos los cargos y aquellos
eran puro adorno. Su dedo señaló a los más despreciables seres para que se
sentaran en la Asamblea Nacional para avergonzar a los ciudadanos que
representaban. Su táctica era someter a la clase media al mando de inferiores
en estudios, en educación, en moral. Era su forma de aplacar sus
resentimientos. Igual que Zamora cuando ordenaba quemar tierras o violar damas
que jamás le hubieran dado un sí.
La revolución del siglo XXI removió el fondo del barro social y lo sacó a flote, pero no como hicieron los adecos, que elevaron el nivel social y económico imitando y aprendiendo de quienes lo tenían. No, los revolucionarios le cayeron a palos a todo lo que oliera a educación, instrucción, modales. La educación es enemiga del totalitarismo, que requiere un pueblo mal educado (o ideologizado, como es el caso) y sobre todo desinformado, para poder manejarlo a su antojo.
Al
caudillo no le dio tiempo de terminar su gran obra de destrucción, truncada por
la parca. Pero como último gran gesto de amor revolucionario, miró a su
alrededor y seleccionó a su heredero, el que concluiría su gesta apocalíptica.
Era el ideal: el pueblo lo identificaría como uno de los suyos porque había
sido chofer de bus, algo había aprendido del discurso revolucionario por tantos
años de cercanía, tenía a su lado una mujer que lo aconsejaría con la
malignidad requerida. Además, era alumno de Fidel, así que no tendría
resbalones contrarrevolucionarios. Obviando el hecho de que carece de partida
de nacimiento, estudios conocidos ni habilidades más allá de las descritas, la
selección parecía el mal menor, si lo comparaba con la otra alternativa.
Pero no contaba nadie con la estulticia, la incapacidad absoluta de entender lo que sucede, la palabra necia y los increíbles y ridículos desaguisados a que ha sometido al país el heredero. Sin duda el finado estará contento del remate de la obra: ha logrado la humillación del país por hambre y necesidad. Su gran obra de desabastecimiento y escasez fue alcanzada, prueba de ello las colas y la arrechera de la gente que las hace. Agarrar a los venezolanos por el estomago, que dependan del gobierno para comer, para bañarse, para todo.
Pero
el boomerang se ha devuelto y la revolución ya cansa hasta a los
revolucionarios. Más aún cuando las cadenas de imbecilidades en serie enfurecen
cuando no hay comida para darles a los hijos ni papel tualé para eso. Los
numeritos de la popularidad vienen tan en picada como los precios petroleros.
Porque el tipo tiene hasta mala suerte (¡porque leche tampoco hay!) y el
colapso de la producción nacional no puede ser tapado como antes, con la masiva
importación, ya que dólares tampoco hay.
Con
la escasez de divisas y de productos, llega también la escasez de ideas. A los
revolucionarios no se les ha ocurrido mejor idea que utilizar la vieja y
chavista táctica de los trapos rojos. Entonces, no hay dólares, ¡pongan preso a
Ledezma! No hay comida, ¡expropien los automercados! No hay medicinas,
¡intervengan las farmacias!.
El
yoyo está enredado. Mandar pal’carajo al imperio no tapa el centenar de presos
políticos que el planeta entero ve. La torpeza de disparar contra estudiantes
los manda directo a La Haya y siembra una indignación que ninguna explicación
acepta en el corazón de los padres venezolanos. La escasez inmanejable en una
economía distorsionada hace que hasta los más ciegos seguidores culpen al
heredero de botar la herencia revolucionaria. Para más tragedia, nadie cree las
fabulas de golpes, magnicidios y/u otras tonterías, que son insultantes a la
inteligencia natural del venezolano.
La
ofensiva contra la protesta, el encarcelamiento o anulación judicial de los
líderes, la complicidad judicial y militar, los confronta cada vez más con el
país y con el mundo. Tienen miedo de un documento que habla de transición.
Dicen que es golpista y claro que lo es: le da un golpe democrático,
constitucional y pacífico a una revolución que sólo ha traído dolor y
vergüenza. Léanlo. Fírmenlo si están de acuerdo. Luchen en todos los frentes
por rescatar los valores morales y democráticos que nos honran como
venezolanos.
Charito Rojas
Charitorojas2010@hotmail.com
@charitorojas
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