Un
engendro se enquistó hacen
muchos años en Venezuela,
y solo muy pocos
lo han visto con
seriedad y verdadera
preocupación. Se trata de
la grave creciente y
ominosa dimensión que
ha cobrado la
Corrupción, ese flagelo de múltiples cabezas
del cual forman parte:
el peculado, el engaño, el delito,
la complicidad, el
chantaje, la sinecura,
la argucia, la
incuria, la hipocresía, la
usurpación y la mentira. Podría
decirse, sin equivocación, que vivimos
en una sociedad poluta.
No son tan
solo las bases
políticas las que
están resquebrajadas, son,
sobre todo, las
bases morales, por
el abandono que se ha
hecho de los principios de la razón y
de la justicia, para ser canjeados
por halagos codiciosos, por
el óbolo que
soborna las conciencias y le
da aposento a la complicidad.
Venezuela vive hoy, en medio de una
espantosa pan-beocia, en un acalorado y
asfixiante clima de estolidez, de una mafia
de todas las
concupiscencias y
frivolidades. Bajo el
mando de personajes
de gran bajeza
y con un halo
tenebroso de mala fe, sin probidad
para respetar un
orden de cosas
y mantenerlo; incapaces
de valorar , para
albergarlos, el privilegio
del espíritu y
de la conciencia. Hombres, que
gobiernan sin escrúpulos, esto
es, corrompiendo individuos
e instituciones para
poder eternizarse en
el poder. El hecho es,
que todo lo arropa
una cubierta de
plomo, refugio del individualismo y de
la falsedad, de la
infracción y la
doblez, del egoísmo
y la insensibilidad.
Un
país, como lo decía
bien Renán, “no
es la simple
adición de los individuos que
lo componen; es una alma, una conciencia, una persona, una resultante viva.” Lamentablemente, Venezuela no lo es, no
pasa más allá de ser
“un Campamento,” como diría Cabrujas.
Una multitud, una aglomeración, un gentío;
un rebaño sin pastores
porque los que seleccionan
a los pastores son, en
su conjunto, seres
ignorantes, incultos, inhábiles, incapaces
de reconocer y avalar,
con el sufragio, la superioridad de esos seres que por
su formación moral e intelectual
representan esa alma, esas cabezas que velan y piensan, mientras
que la mayoría
ni piensa, ni ve,
ni oye ni
siente. Pastores, “llamados a
formar pueblo –como pedía
Picón Salas- a
integrar nuestra comunidad nacional
en un verdadero esfuerzo
creador; trocar la
confusa multitud en unidad consciente; vencer la enorme distancia
no solo de leguas
geográficas sino de kilómetros
morales que nos separan de los venezolanos y adiestrar hombres que comprendan su tiempo,
que se entrenen para la reforma con que
debemos atacar nuestro atraso.” Pero,
los puebleros y demagogos,
que manipulan a
quienes seleccionan a los
que no son Pastores,
buscan que aquellos
abandonen la independencia del
yo, para fundirla
en un Caudillo, que los
disminuye y hace
débiles; para que
eviten la auto-afirmación y
se enajenen a
calmantes, beneficencias y
bienandanzas -que es
comida para hoy
y hambre para
mañana- y que
alivian , apenas, sus penurias. Son demagogos avaladores
de las providencias
limosneras que se dan a una
pobre masa indigente
que, como el
perro de Pavlov,
responde a las
incitaciones de un
grito escatológico cuartelero,
a un slogan o
a un “dakaso”
que los pone
a salivar como
aquel dócil animalito
pavloviano. Politicastros, que convierten al pueblo
en masa, en
plebe, en madrina
como un ganado
más del redil
partidista, para poder
removerle sus pasiones
más bajas, sus
apetencias y sentimientos; transigiendo o
fomentando sus prejuicios,
las inclinaciones a
sus placeres: el Circo.
Luego, de un proceder tan poco humano
como este, de una democracia tan mal entendida,
lo único que puede salir es un
oscurecimiento completo de la conciencia
del país. Estos señores, no son más que traficantes de la política que, valiéndose de los
procedimientos más corruptos, convirtieron
a la función pública en
un pingüe negocio.
“La banalidad del
mal,” que diría
Hannah Arendt, el apetito
voraz por el dinero que
les pudrió el espíritu para poder embeber
la sabia que nutre a
los verdaderos Políticos; a los que,
como pedía Pio XII, hacen de
la política “la forma más elevada de la Caridad,” que no es el resultado de una doctrina en
particular, sino de
la moral y
del vigor de la formación
de ese político,
para quien lo
fundamenta l no es, solamente, que se cumpla una determinada voluntad de la mayoría. “Lo esencial -y
así lo afirma
con aguda claridad
Renan- es que
la razón general
de la nación
triunfe. La mayoría
numérica puede desear
la injusticia, la
inmoralidad; puede querer
destruir la historia
y, entonces, esta
soberanía no es más que
una soberanía viciada,”
Pedro
Raúl Villasmil Soules.
prvillasmils@hotmail.com
@prvillasmils
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