martes, 21 de julio de 2015

ANÍBAL ROMERO, EUROPA Y EL PROBLEMA ALEMÁN

Entiendo por “problema alemán” lo siguiente: Desde los tiempos de Bismarck y hasta nuestros días el poderío de Alemania ha forzado al resto de las naciones europeas a doblegarla, contenerla o hacerla cómplice.

Alemania es demasiado poderosa para Europa. Dos guerras mundiales fueron necesarias para doblegarla; entre 1918-1939 se intentó sin éxito contenerla, y desde 1989, luego del fin del Muro de Berlín y de la Guerra Fría, los europeos han procurado que Alemania se haga cómplice en un sentido positivo del destino conjunto del continente, pero todo ello en medio de las presiones de palpables paradojas.
Por una parte los europeos cuestionan la hegemonía alemana a menos que se ponga a su servicio, como garantía final de la incesante indisciplina presupuestaria del continente; por otra parte, no obstante, los europeos solicitan liderazgo a Alemania, un liderazgo blando basado en una generosidad sin límites definidos.
Ahora bien, ni el pueblo alemán ni sus dirigentes pueden ser infinitamente generosos, y tampoco quieren ejercer un liderazgo que --bien lo intuyen-- suscitaría más temprano que tarde los recelos y eventualmente la abierta oposición del resto. En otras palabras, los europeos desean una Alemania europea mas no una Europa alemana.
Pero el dinamismo económico alemán sólo puede ponerse al servicio de Europa como garantía de última instancia si el pueblo alemán lo acepta, y para ello habría que preguntarles a los alemanes qué es lo que desean y cuánto están preparados desembolsar por ello, obteniendo así un respaldo transparente. Nadie, sin embargo, les ha preguntado ni pretende hacerlo.
La conducta ética de un individuo puede en ciertas ocasiones medirse por sus buenas intenciones, pero en política ese criterio sería fatal. La medida de la política son sus resultados, y en tal sentido conviene despejar la discusión sobre la Comunidad Europea, sus dificultades y perspectivas, de todo ingrediente sentimental.
Si bien muchos europeístas se acogen al argumento de que su propósito es construir un espacio de paz, armonía y bienestar común, el proyecto 2 europeo debe juzgarse por resultados y no por intenciones. Y esos resultados se complican cada día más.
El caso de Grecia es relevante no tanto por los hechos sino por lo que estos representan. Para evaluarlos requerimos perspectiva histórica. El Euro nació a raíz de la unificación de Alemania. Una Alemania dividida en el marco de la Guerra Fría se hallaba constreñida dentro de estructuras que la superaban. Pero una Alemania unida dentro de un contexto geopolítico fluido despertó todas las sospechas y pesadillas del pasado. De allí que a cambio de admitir la unidad alemana Francia exigió como contrapartida la creación del Euro. La meta de esa acción, que llevaron a cabo Mitterrand y Kohl, fue consolidar los lazos de Alemania y el resto de Europa, con una triple esperanza: 1) que Alemania no actuase por su cuenta en política exterior; 2) que Alemania funcionase como locomotora económica del continente; 3) que Francia fuese capaz de ejercer el predominio político en la alianza. Cabe destacar un punto: Nadie consultó al pueblo alemán la decisión de cambiar su venerado Marco por el Euro.
Como casi siempre en la Unión Europea, las élites políticas y tecnocráticas en Bruselas y Estrasburgo y las de los países en cada caso involucrados, tomaron las decisiones por la gente y sin preguntarles su opinión democrática. El disciplinado pueblo alemán aceptó nadar con la corriente, persuadido de que la adopción del Euro no iba a significar que Alemania entraba a formar parte de una unión de transferencias fiscales. Dicho de otra forma, para los alemanes dejar de lado su Marco y asumir el Euro era un gesto de buena voluntad que les hacía sentir menos alemanes y más europeos, pero no tanto como para hacerse responsables de los problemas económicos de los demás, y mucho menos de transformar a Alemania en una fuente de subsidios permanentes hacia países menos productivos y competitivos.
Las cosas marcharon bien por unos años, en tanto Italia, España, Grecia, Portugal, Irlanda y otros se engancharon a una locomotora que parecía avanzar como por arte de magia. Pero la fuerza del Euro, que depende de Alemania, no es sobrenatural. La locomotora es sana pero no omnipotente.
Grecia es la punta del iceberg. Contemplamos un proceso que va a prolongarse y complicarse, demostrando por qué la diosa griega Némesis es la diosa de la Historia. Se trata de una deidad que paradójicamente castiga a los seres humanos a 3 través del total cumplimiento de sus deseos y no de la frustración de los mismos. La Némesis de Europa es tener en su seno una Alemania hegemónica que sólo ejerce el liderazgo, cuando lo hace, porque no le queda otro remedio. Lo complejo de la situación es que el Euro coloca a Alemania como blanco receptor de las decepciones y resentimientos de otros; deja a Alemania expuesta como el chivo expiatorio de la alianza.
Los griegos no se culpan a sí mismos de su crisis, lo que sería inevitable si su moneda fuese la Dracma y no el Euro. Basta con seguir las reacciones de las llamadas “redes sociales” en Europa estos días para percatarse de una realidad que anuncia severas tormentas: Merkel y Alemania son objeto de todas las críticas, recriminaciones y desaires de una parte no menospreciable de los electorados europeos, que llevan sobre sus hombros años de austeridad “alemana” sin vislumbrar la luz al final del túnel. Insisto: las dificultades económicas de Europa tienen una traducción política. Al pretender hacer del Euro –según palabras que repiten los jefes de la Comunidad en Bruselas y Estrasburgo— un hecho “irreversible”, y al haberse convertido Alemania en poder económico hegemónico del continente, los laureles por los triunfos de la moneda única son compartidos por todos, pero sus fracasos –como Grecia— tienen sólo un culpable: Alemania.
Los alemanes no quieren liderazgo, sino tranquilidad; saben que el dolor por el pasado no ha desaparecido, que los resentimientos persisten bajo sensibles pieles, y que el fervor europeísta sólo se extiende hasta que el bienestar perdura. El poderío de Alemania continúa siendo la fuente de la que brota el miedo de Francia. El empeño francés por salvar a Grecia a toda costa poco tiene que ver con Grecia y mucho con Alemania. Merkel, sin embargo, no puede ir tan lejos como quisieran algunos de sus socios europeos. Grecia ha sido sometida a un severo programa de austeridad, que aparte de desdeñar por completo la voluntad del electorado griego (por supuesto, engañado por sus ilusos dirigentes y auto-engañándose) focalizará en Merkel y Alemania los odios de millones. Francia no puede ejercer el liderazgo político al que aspiraba Mitterrand, y antes de él De Gaulle. Sus dificultades internas se lo impiden. Lo que queda en París es una visión simbólica, aquejada por las paradojas previamente descritas y la creciente debilidad francesa. 4 La Gran Bretaña, de su lado, prosigue la política que ha mantenido desde al menos el siglo XVI. Se trata de la política de una nación insular cuya explicación se basa en una realidad psicológica, pues el Canal Inglés o de la Mancha no es una barrera de agua sino de mentalidad y temperamento.
Los ingleses rehúsan comprometer aún más su soberanía e instituciones históricas en el altar de un proyecto construido sobre paradojas, de un proyecto que en el fondo pretende acabar con el concepto mismo de soberanía. Merkel ha asumido otra vez su calvario griego. La estructura interna de su sociedad y la estabilidad de su coalición de gobierno no le permiten un eterno subsidio, ni a Grecia ni a nadie. El pueblo alemán quiere refugiarse de sí mismo dentro de Europa, pero no quiere que le cobren por ello. Alemania se ha beneficiado económicamente del Euro pero los alemanes no captan a plenitud los riesgos políticos que la moneda única entraña para ellos. Merkel se está cobijando tras el velo de un programa de ajustes “neoliberal”, pero la verdad es que por tercera vez está arrojando dinero de los contribuyentes alemanes en el oscuro túnel del minotauro griego. Repito: no dudo de las buenas intenciones en las que se ha sustentado el proyecto europeo, pero sabemos que el camino al infierno está lleno de ellas. A mi modo de ver, la brecha entre los políticos y tecnócratas que enarbolan el europeísmo como un artículo de fe, de un lado, y del otro la voluntad democrática de las naciones históricas de Europa, no hace sino acrecentarse.
La pretensión según la cual los intereses nacionales han cedido su puesto a las utopías cosmopolitas es equivocada, y el empeño en construir un Estado Federal y acabar con las soberanías tradicionales europeas sólo desatará mayores males. Es imperativo replantearse los tratados europeos y flexibilizar el proyecto, como lo vienen recomendando los británicos, y es esencial hacerlo diciendo la verdad a los pueblos.
Pero para ello se requiere una categoría de dirigentes que por ningún lado se observan. Los fantasmas del pasado empiezan a respirar otra vez y no precisamente por la desunión europea, sino por una unión excesiva. Los alemanes debieron soltarle las amarras del Euro a Grecia. Fuera del Euro Grecia la pasaría muy mal por un tiempo, con chance de recuperarse. Dentro del Euro Grecia la pasará muy mal por un tiempo y no se recuperará. Merkel intentará justificar ante su electorado el sacrificio de 85.000 millones de Euros adicionales 5 lanzados a un barril sin fondo, tras el espejismo de un programa de ajustes que sobre el papel luce serio y coherente, pero que precisamente por ello los griegos no sostendrán. Una vez más Europa posterga los problemas, que se agravarán.
Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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