Una notable particularidad de nuestra lengua, entre las
habladas por muchos millones de personas, es que no tiene un país predominante,
como lo hay en inglés (Estados Unidos) y mandarín (China). México alberga la
mayor comunidad hispanohablante, con algo más del 20%, seguido en su orden por
Colombia, Argentina y España (este cuarto puesto depende de que una proporción
importante de catalanes, gallegos y vascos no consideran al español su lengua
materna). El francés tiene una dispersión considerable, aunque nunca tan
marcada como la del español.
En vez de un diccionario internacional, tenemos el DRAE,
o sea el Diccionario de la Real Academia Española, para cuyos redactores
existen palabras de primera, segunda y tercera categoría. Aparte del sedimento
colonial implícito en la supuesta primacía del idioma peninsular sobre las
vertientes americanas, el DRAE es sobre todo un diccionario malo e incompleto.
Su mejor edición fue la primera, que terminó de imprimirse en 1739. Se llamaba
entonces el Diccionario de autoridades, pues se basaba en citas (autoridades),
recurso que fue abandonado en la segunda edición de 1780. A partir de ese
momento el DRAE se volvió un diccionario normativo antes que descriptivo.
Pongamos un ejemplo perteneciente a la tercera categoría:
el colombianísimo pandebono. La palabra aparece ya en María (1867) de Jorge
Isaacs, (“durante la comida tuve ocasión de admirar entre otras cosas, la
habilidad de Salomé y mi comadre para asar pintones y quesillos, freír
buñuelos, hacer pandebono y dar temple a la jalea”), pero el DRAE no se ha
dignado incluirla y mucho menos establecer su origen. Aunque carezco de
credenciales como etimólogo y no he realizado las comprobaciones necesarias,
encuentro la siguiente cita en una carta del general Santander, escrita en
1825: “...estoy seguro de no morir ahorcado por ellos, y que no estén pensando
que la lima es pan de horno como dicen en la tierra”. ¿Es pandebono una
deformación de pan de horno? Les dejo el trompo a los lexicógrafos para que lo
bailen, con la aclaración de que son miles las palabras en español, sobre todo
americanas, de origen desconocido. ¿De dónde vienen los colombianismos atarván
(es más antiguo con v), cachaco, cumbia, mogolla y pilatuna? Lo ignoro. ¿Y el
muy mexicano mariachi? Tampoco se sabe bien.
Los lexicógrafos, pensaría uno, están en el mundo para explicar
con rigor estos orígenes y para analizar las connotaciones de muchos sinónimos,
entre otras tareas. Su función no es jerarquizar usos, hacer de árbitros de las
elegancias o atajar extranjerismos. El uso, y no un sanedrín de supuestos
sabios, es la piedra de toque que sirve para calibrar cualquier norma
lingüística.
Quienes me conocen saben que llevo años dando lora con
este tema. Lo que ignoraba es que existe un proyecto en curso para dotarnos del
diccionario internacional que tanta falta hace. Lo lidera Raúl Ávila, veterano
lingüista investigador del Colegio de México, país que tiene una estupenda
tradición de filólogos independientes, como Antonio Alatorre, reacios a acatar
los ukases de la RAE. En el VALIDE (así bautizaron al diccionario en proceso)
participan 26 universidades de 20 países. Las colombianas son la Nacional y la
Tecnológica de Pereira. Al parecer el libro sale en noviembre de este año.
Desde ya pido que me reserven un par de copias.
Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
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