El populismo ha sido un mal endémico de
América Latina. El líder populista arenga al pueblo contra el “no pueblo”,
anuncia el amanecer de la historia, promete el cielo en la tierra. Cuando llega
al poder, micrófono en mano decreta la verdad oficial, desquicia la economía,
azuza el odio de clases, mantiene a las masas en continua movilización, desdeña
los parlamentos, manipula las elecciones, acota las libertades. Su método es
tan antiguo como los demagogos griegos: “Ahora quienes dirigen al pueblo son
los que saben hablar… las revoluciones en las democracias... son causadas sobre
todo por la intemperancia de los demagogos”. El ciclo se cerraba cuando las
élites se unían para remover al demagogo, reprimir la voluntad popular e
instaurar la tiranía (Aristóteles, Política V). En América Latina, los
demagogos llegan al poder, usurpan (desvirtúan, manipulan, compran) la voluntad
popular e instauran la tiranía.
Esto es lo que ha pasado en Venezuela, cuyo Gobierno populista inspiró (y en algún caso financió) a dirigentes de Podemos. Se diría que la tragedia de ese país (que ocurre ante nuestros ojos) bastaría para disuadir a cualquier votante sensato de importar el modelo, pero la sensatez no es una virtud que se reparta democráticamente. Por eso, la cuestión que ha desvelado a los demócratas de este lado del Atlántico se ha vuelto pertinente para España: ¿por qué nuestra América ha sido tan proclive al populismo?
La mejor respuesta la dio un sabio
historiador estadounidense llamado Richard M. Morse en su libro El espejo de
Próspero (1978). En Iberoamérica —explicó— subyacen y convergen dos
legitimidades premodernas: el culto popular a la personalidad carismática y un
concepto corporativo y casi místico del Estado como una entidad que encarna la
soberanía popular por encima de las conciencias individuales. En ese hallazgo
arqueológico está el origen remoto de nuestro populismo.
El derrumbe definitivo del edificio imperial
español en la tercera década del siglo XIX —aduce Morse— dejó en los antiguos
dominios un vacío de legitimidad. El poder central se disgregó regionalmente
fortaleciendo a los caudillos sobrevivientes de las guerras de independencia,
personajes a quienes el pueblo seguía instintivamente y que parecían surgidos
de los Discursos de Maquiavelo: José Antonio Páez en Venezuela, Facundo Quiroga
en Argentina o Antonio López de Santa Anna en México. (Según Octavio Paz, el
verdadero arquetipo era el caudillo hispano árabe del medioevo).
Pero la legitimidad carismática pura no podía
sostenerse. El propio Maquiavelo reconoce la necesidad de que el príncipe se
rija por “leyes que proporcionen seguridad para todo su pueblo”. Según Morse,
nuestros países encontraron esa fuente complementaria de legitimidad en la
tradición del Estado patrimonial español que acababan de desplazar. Si bien las
Constituciones que adoptaron se inspiraban en las de Francia y EE UU, los
regímenes que se crearon correspondían más bien a la doctrina política
neotomista formulada (entre otros) por el gran teólogo jesuita Francisco Suárez
(1548-1617).
La tradición neotomista —explicó Morse— ha
sido el sustrato más profundo de la cultura política en Iberoamérica. Su origen
está en el Pactum Translationis: Dios otorga la soberanía al pueblo, pero este,
a su vez, la enajena absolutamente (no sólo la delega) al monarca. De ahí se
desprende un concepto paternal de la política, y la idea del Estado como una
arquitectura orgánica y corporativa, un “cuerpo místico” cuya cabeza
corresponde a la de un padre que ejerce a plenitud y sin cortapisas la
“potestad dominadora” sobre el pueblo que lo acata y aclama. Este diseño tuvo
aspectos positivos, como la incorporación de los pueblos indígenas, pero creó costumbres
y mentalidades ajenas a las libertades y derechos de los individuos.
Varios casos avalan esta interpretación
patriarcal de la cultura política iberoamericana en el siglo XIX: el último
Simón Bolívar (el de la Constitución de Bolivia y la presidencia vitalicia),
Diego Portales en Chile (un republicano forzado a emplear métodos monárquicos)
y Porfirio Díaz en México (un monarca con ropajes republicanos). Y este
paradigma siguió vigente durante casi todo el siglo XX, pero adoptando formas y
contenidos populistas. En 1987, Morse escribía: “Hoy día es casi tan cierto
como en tiempos coloniales que en Latinoamérica se considera que el grueso de
la sociedad está compuesto de partes que se relacionan a través de un centro
patrimonial y no directamente entre sí. El Gobierno nacional funciona como
fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos,
entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones
geográficas”.
En el siglo XX, inspirado en el fascismo
italiano y su control mediático de las masas, el caudillismo patriarcal se
volvió populismo. Getulio Vargas en Brasil, Perón en Argentina, algunos
presidentes del PRI en México se ajustan a esta definición. El caso de Hugo
Chávez (y sus satélites) puede entenderse mejor con la clave de Morse: un líder
carismático jura redimir al pueblo, gana las elecciones, se apropia del aparato
corporativo, burocrático, productivo (y represivo) del Estado, cancela la
división de poderes, ahoga las libertades e irremisiblemente instaura una
dictadura.
Algunos países iberoamericanos lograron
construir una tercera legitimidad, la de un régimen respetuoso de la división
de poderes, las leyes y las libertades individuales: Uruguay, Chile, Costa
Rica, en menor medida Colombia y Argentina (hasta 1931). Al mismo tiempo,
varias figuras políticas e intelectuales del XIX buscaron cimentar un orden
democrático: Sarmiento en Argentina, Andrés Bello y Balmaceda en Chile, la
generación liberal de la Reforma en México. A lo largo del siglo XX, nunca faltaron
pensadores y políticos que intentaron consolidar la democracia aun en los
países más caudillistas o dictatoriales (el ejemplo más ilustre fue el
venezolano Rómulo Betancourt). Y en los albores del siglo XXI siguen resonando
voces liberales opuestas al mesianismo político y al estatismo (Mario Vargas
Llosa en primer lugar).
Esta tendencia democrática (liberal o
socialdemócrata) está ganando la batalla en Iberoamérica. El populismo persiste
sólo por la fuerza, no por la convicción. La región avanza en la dirección
moderna, la misma que aprendió hace casi cuarenta años gracias a la ejemplar
Transición española. Parecería impensable que, en un vuelco paradójico de la
historia, España opte ahora por un modelo arcaico que en estas tierras está por
caducar. A pesar de los muchos errores y desmesuras, es mucho lo que España ha
hecho bien: después de la Guerra Civil y la dictadura, y en un marco de
reconciliación y tolerancia, conquistó la democracia, construyó un Estado de
derecho, un régimen parlamentario, una admirable cultura cívica, una
considerable modernidad económica, amplias libertades sociales e individuales.
Y doblegó al terrorismo. Por todo ello, un gobierno populista en España sería
más que un anacronismo arqueológico: sería un suicidio.
Enrique Krauze
cartas@letraslibres.com
@EnriqueKrauze
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