A @mauriciorojasmr y @axelkaiser
1. Leo un artículo de mi amigo, el ex
mirista, ex parlamentario sueco y politólogo chileno Mauricio Rojas y, como
dicen coloquialmente los chilenos, me cae la chaucha de golpe y porrazo.
Absolutamente en contra de lo que he creído ingenuamente desde hace años para
mi confort espiritual y el de mi Patria de origen, la izquierda chilena sigue
siendo tan socialista, tan marxista leninista, tan fundacionista, tan
constituyentista y tan revolucionaria como lo fuera hasta la tragedia de
Salvador Allende y la Unidad Popular. Aunque Usted no lo crea.
Es de verlo y no creerlo. El ominoso y
tétrico fracaso de la Unidad Popular y el conjunto de las fuerzas de la
izquierda chilena – marxistas o socialdemócratas, que a los efectos, en Chile y
según Mauricio Rojas da lo mismo -, la implosión de la Unión Soviética, el
derrumbe espontáneo del Muro de Berlín, el fin del bloque de dictaduras
satélites del estalinismo, la conversión de la China de la Revolución Cultural
en la China del capitalismo salvaje, la superexplotación del trabajo y el
imperialismo colonialista y la victoriosa imposición del sistema capitalista,
el arrase del consumismo post industrial y la transformación del socialismo
tercermundista en socialismo del saqueo, la inmoralidad, la corrupción
despiadada que se hicieran imperantes desde la Venezuela castrista y la Cuba
chaveciana: nada de todo eso ha logrado conmover la fortaleza principista de
los socialistas chilenos. Siguen creyendo en la revolución como los niños de
sus barriadas en el viejito pascuero. No provoca repetir que el mundo está
loco, loco. Sino que está imbécil, imbécil.
Que tras la derrota de la Concertación y el
triunfo de Sebastián Piñera era previsible imaginarse el fin de la transición
democrática y el definitivo enrumbamiento de la sociedad chilena hacia la
estabilización de una sociedad liberal, moderna y progresista, política y
socialmente digna representante del Primer Mundo en los aledaños del Tercero,
nos pareció en su momento un hecho incontrovertible. Lo refrendaba el brinco
del PPC por encima de los veinte mil dólares. Izquierdas y derechas parecían
presagiar algo más semejante a demócratas y republicanos que a marxistas y
conservadores. Hasta que un telúrico desplazamiento de las fuerzas concertacionistas
golpeadas e incómodas en los predios opositores tras veinte años completos del
disfrute del Poder en hombros de la DC comenzara a revelarnos que la movilidad
social producto de la modernización impulsada por la dictadura y continuada con
habilidad y sabiduría por esa misma Concertación, en lugar de reforzar las
nuevas tendencias hacia la globalización, podría convertirse en un tropiezo que
desencajara las placas tectónicas de la política chilena y dejara emerger los
fétidos humores reconcentrados en el submundo de las ideologías. Como dice el
refranero venezolano: no es que la izquierda marxista leninista chilena se
hubiera muerto aquel lejano y ya casi olvidado 11 de septiembre de 1973; es que
estaba de parranda. Y al parecer, comenzaba a renacer en medio de los
terremotos en gloria y majestad.
2. Los deslumbrantes veinte años de la
Concertación, como la española un verdadero modelo de transición, si lo
hubiera, permitió lo que parecía imposible: la pacífica convivencia de
contrarios, el amortiguamiento de los rencores, el borrón y cuenta nueva. Si no
el perdón, por lo menos su forma más excelsa, como lo afirmara Jorge Luis
Borges: el olvido. Más racionalidad, imposible. Todo lo cual lo atribuyo, en
gran medida, al predominio del factor político más fructífero de la historia
política chilena de los últimos dos siglos: la hegemonía del centro, expresión
del peso social y económico de las clases medias. Inolvidable el silencio que
desde las gradas del Estadio Nacional en la ceremonia de transmisión de mando
de la dictadura a la democracia se le impusiera a los pocos alborotadores de la
extrema izquierda - ¿o de la izquierda, a secas? – que pretendieran sabotear el
discurso del estadista en que los años, la experiencia y el sufrimiento
colectivo convirtieran a Patricio Aylwin. No era el momento del cahuín, del
bochinche y la camorra: Chile había arribado a la adultez, a la ponderación, a
la gravedad, al temple de las sociedades experimentadas. No más cordones
industriales: emprendimiento y progreso. No más comités de defensa: fuerzas
armadas institucionales. No más sindicalismo de barricadas: comités de empresa
y entendimiento laboral.
Más de veinte años después, gobernando tras
medio siglo Sebastián Piñera y la derecha, algo absolutamente intolerable para
la izquierda marxista leninista nacional, comenzamos a atisbar los nubarrones
desde la distancia. Al país no le podía ir mejor económica y socialmente
hablando, pero eso era demasiado peligroso. Esos muchachos que salían a
incendiar omnibuses y romper cristales, a exigir la excelencia educacional sin
despeinarse, como si recibir todo de gratis de parte del Estado fuera lo más
natural del planeta, no lo hacían súbitamente exasperados por una sociedad cuyo
progreso y su alto nivel de vida atisbada desde el gobierno de la derecha, les
pareciera condenable: eran los acomodados mensajeros del Partido Comunista, del
Partido Socialista y de todos los radicalismos de los partidos de izquierda,
los carteros del Foro de Sao Paulo, los amamantados por el castrochavismo desde
Caracas, financiados con el petróleo, que creían llegada la hora de las
constituyentes y todas esas yerbas de la devastación. Eran los jinetes de la
hoz y el martillo que no andaban de parranda: habían pasado sus veinte años
lamiéndose las heridas y esperando el momento propicio para el zarpazo. Era la
izquierda que ya gobernaba en Brasil, en Uruguay, en Argentina. En Perú, en
Bolivia, en Venezuela, en Nicaragua. En hombros del Foro de Sao Paulo y los
ingresos petroleros. Era la izquierda que con Insulza ya se había apoderado de
la OEA y debía ir más lejos. Tender todos los puentes con Cuba. Tantos, como se
le permitiera. Que era preciso favorecer el desembarco por La Guaira.
Ya victoriosa Michelle Bachelet, de regreso
de Nueva York adonde fuera a pasar sus años sabáticos a resguardo de las
Naciones Unidas para hacerse su vestuario de caperucita roja a la medida, y
libre de la incómoda presión de los democristianos, suficientemente golpeados y
ninguneados por su extravío electorero y oportunista, esa izquierda creyó
llegado el momento para desenterrar el hacha de guerra, desempolvar la
retroexcavadora, quitarse las máscaras y el maquillaje e intentar la más
absurda, tragicómica y patética de sus faenas: resucitar la Unidad Popular,
arrinconar a la DC, darle emprendimiento al PC y soltar las hienas del castro
comunismo.
3. Hay algo de extemporáneo y patético en el
esfuerzo de la izquierda chilena, de todos los colores y todos los matices,
trasnochada y miope, por rebobinar la historia y, montada sobre la cabalgadura
del progreso, el desarrollo y la prosperidad volver a intentar la revolución
socialista, como si a pesar de los cuarenta y dos años transcurridos desde el
11 de septiembre y el cuarto de siglo de la caída del Muro y la disolución de la
URSS todavía viviéramos en una sociedad mono productora, conservadora,
patriarcal y semi agraria como la que se despeñara en los abismos del año 1973.
Tanto más contradictorio, cuanto que sucede también a horcajadas de la
corrupción pública y otros daños colaterales que ha traído consigo la
prosperidad en el mundo. Ahora, que ser de izquierdas no garantiza en absoluto
ser honesto, ni siquiera incorruptible. Pues esos daños colaterales no son
patrimonio nacional: son existenciales. No sólo el continente está gravemente
enfermo, más su lado izquierdo que su lado derecho. El mundo entero se consume
en la inmoralidad, el consumismo delirante, el enriquecimiento personal y
crematístico, la inescrupulosidad y el saqueo de las arcas venezolanas dirigido
desde La Habana como única perspectiva futura para toda la izquierda regional.
Golpeando incluso a la que fuera un ejemplo de moralidad pública: la sociedad
chilena.
De allí el aldabonazo que recibo en los
escritos de Mauricio Rojas y de Axel Kaiser desde Chile. La solidaridad
automática de todos los gobiernos de la región, incluso del de Santos, con el
bandidaje de Maduro y la brutal inescrupulosidad de los espalderos y segundones
de Chávez traficando con toneladas de cocaína y manteniendo cuentas mil
millonarias en euros y en dólares en los bancos de España, Andorra, Suiza e
Inglaterra – no se diga de las que podríamos especular existan en los países
bajo absoluto control de la izquierda comunista mundial - no resultan de un
afecto lejano y meramente ideológico. Es que el cáncer del totalitarismo
marxista, contrariamente al del nazifascismo, no ha sido ni de lejos erradicado
de la cultura sociopolítica contemporánea. Carcome a las izquierdas
latinoamericanas y puja por imponerse en Europa luego de poner el pie en España
y Grecia.
Se ve acorralado en Venezuela, aunque siempre
agarrado al salvavidas de la consciente o inconsciente complicidad del
establecimiento socialdemócrata, que impera en la oposición oficialista
negándose sistemáticamente a comprender la hondura y profundidad del mal.
Patalea en Argentina y Brasil, en donde ha mostrado todas sus garras. Y no
descansa en Chile en donde, a juzgar por su crisis, el constituyentismo
castrochavista no cesa en su empeño por volver a las andadas de la tragedia.
Latinoamérica está muy lejos de haber sanado
de su enfermedad congénita: el populismo. De su matriz caciquesca y
caudillista, socializante, se aferran todos sus males. De su izquierdismo
genético, todas sus derivaciones. El trabajo está muy lejos de haber sido resuelto.
Antonio Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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