La
tendencia autocrática y personalista de Nicolás Maduro, real o producto de la
imitación al extinto Presidente Chávez, sólo le ha permitido iniciar su gestión
con un aparente apego a la legalidad del país, después que el CNE lo proclamó
ganador en unas elecciones cuestionadas por la oposición, y le otorgó
el derecho a ejercer funciones de gobierno. En la medida que
considera que pierde esas facultades, comenzó a restringir los derechos de la
oposición hasta llegar una represión sin precedentes en el país, ordenando la
detención del líder fundamental de Voluntad Popular, Leopoldo López, y de los
Alcaldes Antonio Ledezma, Ceballos y Scarano –este último hoy en libertad después de cumplir una condena
arbitraria e ilegal- y hasta ha
terminado persiguiendo a quienes le apoyaron para ascender al poder, si tratan
de disentir de algunas de sus decisiones unilaterales.
La
represión en el ejercicio del poder
rompe las reglas que caracterizan a un régimen democrático, de una forma
abrupta y violenta o con aprobación de una legislación especial que le ha
permitido gobernar sin impedimento alguno, sin descartar la violación de la
legislación vigente. En una época como
la actual, en la que las naciones democráticas han creado organizaciones
multinacionales y han hecho aprobar una legislación respetuosa de los derechos
humanos y de las instituciones y poderes públicos independientes, el camino
hacia la tiranía se dificulta y obliga a los autócratas a preservar cierta
apariencia de legalidad. De allí la condena, por parte del gobierno de los
Estados Unidos, de 7 altos funcionarios del gobierno venezolano, acusados de
violar los Derechos Humanos de centenares de ciudadanos detenidos y torturados
en las sedes de los cuerpos policiales.
La crisis política, económica y social que
atraviesa el país requiere que el gobierno ponga en práctica un diálogo
sincero, que comience con la libertad de los
presos políticos, porque la
represión policial y la intervención de los grupos paramilitares afectos al
régimen, fotografiados por miles de personas que asisten a las marchas y por
los organismos de inteligencia civiles y militares, no puede conducir a una
solución a corto plazo, y si se prolonga las consecuencias son impredecibles,
pero de ninguna manera convenientes para la estabilidad del régimen.
El
repudio a los colectivos armados por el gobierno con armas de guerra, violando el texto constitucional que
establece que las armas de guerra sólo las pueden tener y portar los
integrantes de la Fuerza Armada Nacional, ha colocado la vida de la nación en
una seria encrucijada, porque dichos
colectivos son considerados por altos representantes del gobierno, como el
baluarte que garantiza la revolución
socialista y bolivariana. ¿Quién garantiza la vida de los venezolanos, la
soberanía nacional y el orden público nacional, si estos grupos paramilitares
son utilizados para reprimir y asesinar a estudiantes y ciudadanos pacíficos
que manifiestan contra algunas políticas gubernamentales? La respuesta debería
estar en manos o en poder de las autoridades nacionales, pero si el Poder
Ejecutivo controla a los demás Poderes Públicos y, además, arma grupos
paramilitares represivos y criminales, el pueblo queda indefenso, porque ante
la actuación de esos grupos la Guardia Nacional Bolivariana y la Policía
Nacional también denominada Bolivariana, se hacen la vista gorda, es decir, no
protegen a la población desarmada.
Crisis
mayor por su gravedad y repercusión nacional e internacional no se ha conocido
en la historia contemporánea del país. Si no es posible establecer un diálogo
sincero, patriótico, de interés venezolano, el futuro es incierto.
Juan
Paez Avila
jpaezavila@gmail.com
@jpaezavila
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