Hay un sentimiento compartido entre los
venezolanos de hoy: no tenemos paz. Una cotidianidad marcada por la angustia y
el sobresalto ha ido apoderándose de la mayoría hasta convertirse en un estado
de incertidumbre y preocupación, cuando no de desesperanza. Se refleja en las
conversaciones de amigos y vecinos, en la incomodidad y humillación de las
colas, en la expresión airada o desolada que inunda las redes sociales, en los
diálogos frustrados por la voluntad de evitar el conflicto o por la
intolerancia, en el silencio abatido o en la exasperación del ánimo dispuesto a
la crispación.
¿Es esta negación de paz la negación de un
derecho? Una mirada a la Declaración Universal de los Derechos Humanos o a
nuestra propia Constitución descubriría en qué medida el clima en el que se
desarrolla la vida de los venezolanos constituye, efectivamente, una violación
de lo consagrado en esas grandes y obligantes declaraciones.
En el preámbulo de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos se afirma, por ejemplo, la preeminencia de los
principios de libertad, justicia, paz, dignidad de la persona, igualdad e
inalienabilidad de derechos. Y entre los derechos, solo por mencionar algunos,
el derecho a la vida, a la seguridad, a la integridad personal, a la seguridad
social, a la educación, a la salud, a un nivel de vida adecuado, a la familia,
al medio ambiente, derechos que se relacionan con lo que podríamos llamar el
derecho de las personas a la paz, al bienestar personal, a la posibilidad de
desarrollarse, al “buen vivir” como ha sido definido en la filosofía clásica o
en las culturas ancestrales.
Los mismos principios aparecen en el
preámbulo de la Constitución venezolana en la que se consagra un Estado que
“consolide los valores de la libertad, la independencia, la paz, la
solidaridad, el bien común, la convivencia y el imperio de la ley” y “asegure
el derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la educación, a la justicia
social y a la igualdad sin discriminación ni subordinación alguna”.
La letra y el espíritu de estas solemnes
declaraciones haría pensar en un derecho de los ciudadanos a la paz, a una vida
con posibilidades de desarrollo personal y familiar, a un ambiente en el que
predomine el optimismo y la esperanza, que permita planificar y construir,
amanecer si el peso de la incertidumbre, descansar sin el fantasma de la
amenaza, en el que el diálogo social no tenga que concentrarse en temas de
violencia, escasez, abuso, temor, preocupación, intranquilidad, en el que se
hayan desterrado los llamados al odio y el acento guerrerista, en el que las
diferencias políticas no se manifiesten en una polarización irreconciliable.
El reciente pronunciamiento de la Red de
Apoyo Psicológico y la Federación de Psicólogos de Venezuela hace pensar que
estamos lejos de esta aspiración. Allí se expresa una “profunda preocupación
por los riesgos psicosociales asociados con la actual situación económica, política
y social que confronta el país”, pero, sobre todo, se describe la situación
actual del venezolano en términos de “angustia, miedo, ansiedad, depresión,
indignación, enfermedades psicosomáticas, inseguridad ante el futuro,
agresividad, desesperanza, apatía, repliegue individual y reducción de
actividades en espacios compartidos”.
Podrá alguien pensar que esta es una
condición de solo una parte de la población. No es así. La situación afecta a
todos. No de otro modo se explica la inconformidad incluso de los seguidores
del gobierno, que comparten con el resto de la población los sentimientos de
descontento, tristeza, molestia, insatisfacción e indignación. El manejo
equivocado de la economía alimenta las condiciones para la incertidumbre, añade
peso a las dificultades diarias y reduce las condiciones de bienestar. El
desconocimiento de los derechos y libertades políticas y el permanente lenguaje
de guerra, confrontación y deshumanización del adversario añaden fuego a la
hoguera de la agresividad.
La negación de la paz es, en suma, la
negación de un derecho.
Gustavo Roosen
nesoor10@gmail.com
@gustavoroosen
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