En una sociedad estructurada el crimen es
combatido por las instituciones del Estado, aunque sean cojitrancas. En la
Venezuela en disolución el crimen es una forma de existencia de la sociedad;
constituye parte del paisaje, de su estructura y de su funcionamiento.
Las instituciones del Estado han sido
licuadas y su lugar lo han ocupado las mafias; las de fulano o zutano, de sus
asociados, seguidores, camaradas, que son las que controlan áreas del poder
público. PDVSA es ejemplo de la desintegración de una institución; las siglas
ahora sólo ocultan los tejemanejes de los jerarcas, sobre lo que Rafael Ramírez
ilustrará a la opinión pública cuando de los susurros pase al cante jondo.
El crimen es la única institución sólida
creada por el bochinche bolivariano que una vez que cogió cuerpo, velocidad y
cinismo, no respeta ni a rojos ni a azules. Hay muchas hipótesis alrededor de
la perturbación inicial, pequeña, casi insignificante que, desatendida, se
convirtió en el monstruo inmanejable de hoy, con sus asesinatos cotidianos,
abrumadores, terribles. La madre del desastre actual está en aquella frase, con
apariencia justiciera, que Chávez lanzó, en defensa del robo si el hijo del
ladrón tiene hambre. Más adelante, ese exabrupto se convirtió en tesis: la
justicia tiene prelación sobre el derecho, como si la justicia no emergiera del
derecho. La justicia (administrada por el gobierno) debía subordinar leyes y
códigos.
Esa visión tomó cuerpo en la sociedad, ya sin
los ropajes de un raciocinio. Mis derechos salen de mis glándulas, de mis
necesidades, mis humillaciones reales o supuestas. En ese instante se liquidó
la vigencia de la propiedad privada y así como Chávez llegaba a una esquina a
decir “exprópiese”, así llega el malandro, sin argumentar bonito, a expropiar.
Desde entonces se incubó el ogro baboso y
horrible que se pasea masticándose el país. En nombre de esa justicia en las
manos camorreras de los camaradas se perdió la libertad. Por eso los planes de
seguridad, aun los que pudieran ser de buena fe, no marchan. Se ha instaurado
el estado de excepción en el que el derecho de los jefes rojos no conoce
límites y sus seguidores los imitan. Y más allá, cualquiera siente que puede
hacer y deshacer a su antojo. Las muertes cotidianas florecen en este
estercolero.
El único punto de contención que evita una
guerra total pareciera ser -¡vaya paradoja!- los valores que todavía persisten
de los 40 años de democracia, tiempo en el que, mal que bien, se privilegiaba
la ley.
El crimen es hoy consustancial al orden
impuesto.
Carlos Blanco G.
@carlosblancog .
www.tiempodepalabra.com
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