jueves, 30 de abril de 2015

ALBERTO JIMÉNEZ URE, LA «MUERTE SÚBITA» DE LA CONSTITUCIÓN NACIONAL DE VENEZUELA DEL AÑO 1999

Soy un testigo y nadie me ha llamado a declarar sobre la «muerte súbita» de la Constitución Nacional de Venezuela del Año 1999. El Tribunal Supremo de Justicia no lo hace porque todavía sus homicidas la muestran fugaz o furtivamente, en «ruedas de hablistanes y palangreros», con ridículo disimulo e innecesaria conveniencia: ello por cuanto hasta el cobarde lo sabe. 

La exhiben frente a eso que llaman «militantes del partido de gobierno» y «la ciudadanía en general». Hubo delito, pero su cuerpo está confiscado. Sin embargo, es difícil de ocultar la fetidez de un cadáver: aun cuando esté inmerso en una piscina de anfiteatro -llena de formaldehido- alerta a las fosas nasales. He platicado sobre el asunto con numerosas personas, conocidas o no -en el lugar donde resido, calles, claustros académicos y transporte público- sin hallar quien lo refute. Nuestra última «Carta Magna» nació, fue violada y ahogada. No tendrá un funeral ni Acta de Difunta hasta cuando los asesinos sean conminados a entregar el poder del mando político.

No fue impredecible el «ultraje» porque los verdugos de la infanta fueron sus hacedores: mujeres y hombres degenerados que se aparearon «orgiásticamente» para procrearla. Necesitaban ser vistos como padres capaces de conducir los destinos de una república. Empero, ¿qué consagraba esa criatura nacida para no vivir?

Ella advirtió, primero, que irrumpía «[…] para establecer una sociedad democrática, multiétnica y pluricultural, en un Estado de Justicia, federal y descentralizado, que consolidase los valores de la libertad, independencia, paz, solidaridad, el bien común, la ética y el pluralismo político […]», «[…] la igualdad sin discriminación ni subordinación alguna, la garantía universal e indivisible de los Derechos Humanos […]» 

Muy peligrosa lucía la niña. Mostraba principios universalmente tenidos por irrenunciables e inalienables. Sus exterminadores no eran chinos, rusos, cubanos o fundamentalistas islámicos, pero  les fascinaba la idea de convertirse en «dueños de feudos»: equivalentes a  «califas»,  «primeros ministros de partidos únicos», «tiranos caribeños», «emperadores y emperatrices», «princesas y príncipes herederas-herederos del Trono o Tesoro Venezolano»

Pese a lo cual, tengo buenas noticias para los venezolanos y latinoamericanos: un mega-monstruo aguarda a los infanticidas que hoy arrogan infalibilidad. En uno de mis libros, intitulado Luxfero, escrito en trance de clariaudiente, registré lo que siempre ha de venir: «[…] Frente a quienes ante ti como temibles bestias se ufanaren mostrarás tu oculto demonio que la luz lleva […]» 
  
Alberto Jimenez Ure
jimenezure@hotmail.com
@jurescritor

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