Los periódicos del 27 de febrero de 1990 publicaron una noticia a la que nadie daba crédito e incluso resultaba absurda tomando en consideración que el Gobierno había hecho todo lo que podía para dar una sensación de superioridad: ¡La oposición derrota a los sandinistas en las urnas! Lo más llamativo fue un apoteósico cierre de campaña que el sandinismo organizó en la capital en el que lograron congregar más de 250 mil personas, muchas de las cuales, vale la pena acotarlo, fueron conminadas a participar por ser empleados públicos y otros lo hicieron bajo promesas de campaña que se habían hecho comunes desde hacía años.
A lo largo de la desigual campaña el Frente Sandinista de Liberación Nacional empleó los recursos del Estado para tratar de imponerse, recurrió a las descalificaciones de sus adversarios y orquestó un discurso en el que dejaba a sus contendores como simples agentes de Estados Unidos y factores al servicio de los gobiernos anteriores.
Al abusivo uso del aparato gubernamental para las elecciones del 25 de febrero, puede unirse la siembra del terror, además de una constante prédica que decía que desde el poder se cambiarían las condiciones de inequidad del país y que se requería más tiempo para adelantar las transformaciones. Todo ello se aderezó con unos sondeos que antes de las elecciones daban por sentado que se mantendría Daniel Ortega en la Presidencia.
Sin embargo, doña Violeta Barrios de Chamorro obtuvo una ventaja considerable que la llevó a conquistar la presidencia de la República. Supo la candidata representar a una oposición variopinta que comprendió que en lo común radicaba su fortaleza, además de haber presentado una propuesta de gobierno conjunta y lograr incentivar la votación. No importaron las calumnias que desde la prensa oficial se profirieron, pues con gran claridad siguió adelante con su mensaje de necesidad de alternancia y cese de la violencia.
Las ventajas con las que contaba el sandinismo eran apabullantes. Sin embargo, lejos de cruzarse de brazos o de recurrir a acciones violentas, miles de nicaragüenses comprendieron que en el voto radicaba la posibilidad de cambiar a Nicaragua y que la abstención no era más que una estrategia que beneficiaba al Gobierno.
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