miércoles, 4 de febrero de 2015

SAÚL GODOY GÓMEZ, EDMUND BURKE, EL CONTRARREVOLUCIONARIO,

Dos circunstancias atrajeron mi atención hacia Edmund Burke. (1729-1797), fue amigo  de Samuel Johnson, unos de mis héroes intelectuales y miembro de The Club, esa legendaria institución inglesa donde se hacían las dos cosas más importantes para un intelectual, se comía bien y se hablaba mejor, y la segunda, quien setenga por un estudioso de la política, está obligado a pasearse por la obra de este hombre considerado como el padre del pensamiento conservador en occidente (es curioso que el término “conservador” para designar esta tendencia política, no empezó a usarse sino a partir de 1830).
La influencia de las ideas de Burke en el pensamiento liberal anglosajón es fundamental y su visión del Estado y del orden social se ha convertido en un “clásico” dentro del Derecho Constitucional.

Paul Johnson lo calificó como el más grande irlandés que haya existido, y ciertamente fue uno de los políticos más admirado de su tiempo, tanto por su brillante oratoria como por el ejemplo en su vida personal.

Fue el secretario del Primer Ministro Inglés Charles Watson-Wentworth y luego miembro del parlamento británico, donde desarrolló una brillante carrera.  A Burke lo conocemos no por un tratado político que haya escrito, sino por múltiples panfletos, discursos, correspondencia, donde plasmó lo que algunos consideran un sistema político basado en el derecho natural.

En su carrera política tuvo que manejar varias situaciones pre-revolucionarias y revolucionarias como fueron el movimiento independentista de los católicos en su Irlanda natal, las reacciones de los pueblos de la India a la imposición colonialista británica, la revolución norteamericana y la que lo hizo más famoso, su reacción a la Revolución Francesa, para cada una de estos escenarios Burke tuvo una respuesta diferente y una posición que no escapaba a la controversia, pero en todas estuvo presente su talente moral y su defensa a ultranza de los principios de la libertad, y la necesidad de preservar la institucionalidad.

Su opinión del Estado quedó estupendamente resumida en este pensamiento que escribió el último año de su vida “Dejemos que sea el gobierno quien proteja y anime a la industria, que asegure la propiedad, que reprima la violencia e impida el fraude, eso es todo lo que debe hacer. En cualquier otro respecto, mientras menos intervenga, mejor.”

La palabra revolución le producía urticaria, no le gustaba, aún cuando estaba claro que todo Estado estaba en la obligación de cambiar para preservarse así mismo, debía dejar escape para las presiones sociales so pena de alimentar cambios violentos, y para ello existía la reforma, pero había que hacerla con sumo cuidado, principalmente guardando respeto tanto de los antecesores y sus obras, como también tomando en cuenta a las futuras generaciones, los que no han nacido todavía, con estas dos frenos activos, toda reforma se garantizaba el éxito sin sobresaltos.

Su obra más famosa, Reflexiones sobre la Revolución Francesa, en forma epistolar, da cuenta de sus temores y desprecio por la revolución y los revolucionarios, cuando escribió estas ideas aún no se había producido “el terror” pero ya intuía la violencia y la destrucción jacobina, e incluso, alertó sobre la posibilidad de una guerra entre Francia e Inglaterra, precisamente por causa de esta revolución, temor este que se haría realidad pocos años después.

Los revolucionarios son en su opinión, sujetos prisioneros de la intemperancia, no son hombres libres sino gente sometida a sus pasiones, guiados principalmente por la ignorancia, creyentes que con la violencia se pueden lograr los cambios fundamentales para la sociedad, para Burke resultaba realmente presuntuoso por parte de un político considerar a su país como una “pizarra en blanco”, sobre la cual pudiera escribir lo que quiera.

Ya lo decía Burke, las constituciones y el orden social se desarrollan gracias a la participación de muchas mentes y en el curso de muchos años, por medio de un proceso complejo que es difícil de comprender, en este sentido alertaba a sus conciudadanos de los políticos que él llamaba “los innovadores ignorantes”, alguien que: “… es lo suficientemente precavido como para no tratar de reparar el mismo su reloj, pero se siente ampliamente capacitado para desmantelar y reconstruir a su propia sociedad.”

Y es el componente moral en los hombres uno de los determinantes de su propia libertad, el revolucionario es un débil moral que no le importa destruir, demoler las instituciones, acabar con las tradiciones, irrespetan un largo proceso de civilización en aras de una urgencia dictada por sus pasiones más bajas, que por lo general están disfrazados de buenas intenciones.

Burke advertía: “Los hombres están calificados para la libertad civil, en la misma proporción que están dispuestos a ponerle cadenas a sus apetitos, en proporción a que su amor por la justicia esté por encima de su rapacidad, en proporción a lo tanto que estén dispuestos a buscar consejos de los sabios y de los hombres buenos, en preferencia a la adulación de los vanos. La sociedad no puede existir sin que los apetitos se pongan bajo control en algún momento y lugar.”

En opinión de Burke los problemas de Francia se hubieran podido arreglar desde sus instituciones, no era necesario la revolución que lo que produjo fue una mortandad innecesaria, sufrimiento, destrucción e injusticias.

Para este excepcional irlandés las revoluciones acaban con el orden social para que las masas se desboquen en una estampida, en esa situación de horror y caos, el liderazgo revolucionario se convierte en un concurso de popularidad y lo único que hacen los políticos es complacer a la chusma exaltada.

Por último, cuando los pueblos se enfrentan a crisis profundas y se ven tentadas por revoluciones hay que hacer lo posible por que impere el sentido común, de allí la famosa admonición de Burke: “Lo único necesario para que triunfe el mal, es que los hombres buenos no hagan nada.” 

Saul Godoy Gomez
saulgodoy@gmail.com
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