Había llegado el joven militar Simón Bolívar
a una cita excepcional en el augusto templo franciscano en la ciudad de su
nacimiento. Le estaban aguardando sus conciudadanos para que diera cuenta de
sus actos, sobre tantos hechos heroicos gracias a los cuales fueron expulsados
sus enemigos quienes no hacía mucho tiempo dominaban con rigor el territorio de
la afligida Venezuela. Venía a encontrarlos con especial afecto luego de tantos
sufrimientos, de tantos sacrificios, los cuales apenas comenzaban como
resultado de la guerra que iba a seguir demostrado su aspecto más implacable y
cruel. Venía a cumplir, finalmente, ante la presencia singular de la historia
un supremo deber en un sitio sagrado para que no existiese otra expresión
distinta a la verdad, a la conciencia, a la honradez a través de uno de sus más
reveladores pronunciamientos del cual derivarían los demás por exigencia del
deber patriótico, compromiso político y
altura ciudadana.
Había llegado a Caracas en un solo e
indetenible impulso de heroísmo que comenzó allá en el Magdalena, continuó en
el piedemonte cucuteño, subió a los andes y atravesó las sabanas de Venezuela
buscando hacia el centro, superando todos los obstáculos físicos y humanos que
se le interpusieron.
Era un ser impetuoso, enérgico, nervioso,
avasallador, que había superado la derrota, la traición, la adversidad, y sobre
el cual había recaído por azar del destino de los hombres la responsabilidad de
continuar la lucha con sin igual coraje y fidelidad republicana.
¡Ah..., la República!..., que para unos había
sido y es una simple entelequia, una estructura falsa, la construcción
irrealizable, y para otros, la causa y el sentido de las revoluciones
verdaderas cuya obra implicaba la materialización de sus principios con los
cuales había avanzado la política y comenzaba otra vez la historia.
Ante los ciudadanos debía aquel hombre optar
entre ser un militar ambicioso de poder y riqueza o ser un soldado de la gloria
y de la libertad. Ningún pronunciamiento fue tan grave y superior como ese el
02 de enero de 1814 cuando iniciaba uno de los años más terribles de nuestra
historia. Se definió a sí mismo y sus acciones: "No ha sido el orgullo, ni
la ambición del poder el que me ha inspirado esta empresa. La libertad encendió
en mi seno este fuego sagrado...", dijo tal vez para sorpresa de quienes
temían que se impusiese desde allí y para siempre su ilimitada autoridad.
Definió de manera precisa los conceptos, manifestó su: "odio hacia la
tiranía" y su indignación ante: "las violencias del déspota". No
quería para sí empuñar: "el cetro despótico" y que los ciudadanos
recibieran de sí la infamia y la opresión. El portaba: "la banderas
republicanas" y quería representar y exigir a los suyos la evidencia
incontestable y provechosa de la: "virtud militar", del honor y de la
gloria demostrada ante los pueblos como forma de abnegación y deber.
Bolívar no se presentó ante los suyos como el
hombre indispensable, sin el cual no existía ni podía existir la nación. No
obstante sus victorias y sus resultados exaltó el mérito y la obra ciudadana en
la defensa del país al señalar: "Los esfuerzos de los caraqueños
contribuyeron poderosamente a arrojar a los enemigos de todos los puntos"
y además que: "Esta capital no necesitó de nuestras armas para ser
liberada", "La tropas españolas huyeron de un pueblo desarmado, cuyo
valor temían, y cuya venganza merecían", reconociendo la virtud de los
pueblos como gesto indispensable en los momentos decisivos de la historia.
Pero aún dijo más el insólito héroe sobre su carácter y significación, sobre el sentido de su causa y el deber de sus hombres. "Yo no he venido a oprimiros con mis armas vencedoras...", "yo no soy el soberano...", "he venido a traeros el imperio de las leyes; he venido con el designio de conservaros vuestros sagrados derechos".
Definió igualmente con meridiana claridad la
misión del ejército, de su auténtico y verdadero ejército, para quienes:
"No es el despotismo militar el que puede hacer la felicidad de un pueblo, ni el mando que obtengo puede convenir jamás, sino temporariamente a la República". Precisó la misión del soldado quien no es ni debe ser: "el árbitro de las leyes ni del Gobierno; es el defensor de su libertad".
Y si faltase alguna demostración final sobre su lealtad a la
República y su sumisión a la nación, basta comprender e interpretar su solemne
promesa, su esencial juramento:
"No usurparé una autoridad que no me toca; yo os declaro pueblos ¡que ninguno puede poseer vuestra soberanía sino violenta e ilegítimamente!...", "yo nunca seré el opresor...".
Tal es el civilismo de Bolívar, la lección
perdurable de su obra, lo que trasciende a las batallas y justifica su grandeza
moral, su presencia ante la historia, su presencia en lo más irrenunciable y
entrañable de la conciencia nacional por lo que se le reitera con los siglos y
las generaciones como el Libertador.
Jose
Felix Diaz Bermudez
jfd599@gmail.com
@jfd599
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