EDILIO PEÑA |
Ricardo III, de Shakespeare, no sufre de culpa ni de arrepentimiento
mientras ejecuta conspiraciones y comete asesinatos para hacerse de su objetivo
más caro: esa cúspide que rodea con un océano de sangre.
Existe una ciega necesidad acechando, la cual puede emerger sobre
todas aquellas que han sido satisfechas. Aquella que la individualidad
especifica como singular, justo cuando en un momento dado de iluminación o
turbulencia, despierta. La que se halla más allá de las necesidades del cuerpo,
de la conciencia y de la razón. La que asegura el sentido amplio de libertad,
pero sentido que, por ser complejo y profundo, valida por igual la instalación
del horror y el crimen como modo de ser. La libertad en la cúspide de su
frenesí, puede abolir cualquier frontera y juntarse con lo que la niega. No hay
principio ético ni religión que lo impida. Ciega necesidad que ni siquiera se presiente en medio de
abrumadores espejismos. La misma que es ignorada por la conveniencia o la
desestimada inocencia de los ingenuos. Porque la costumbre de las necesidades
mundanas desbordadas, siembran la idea de que la vida está hecha de una sola
manera.
Quizás por eso todo individuo, en algún momento de su vida,
sorprende al revelar algo de su personalidad que tenía oculto; algo que
probablemente él mismo ignoraba. Las situaciones límite son propiciadoras para
que esto ocurra. El mal acecha mucho más que el bien —es un instinto reprimido
por la cultura— hasta que encuentra las condiciones para actuar
desenfrenadamente, como una fiera. Se puede concluir entonces que las
ideologías son las sirvientas dilectas para que emerja la ciega necesidad, con
justificativos civilizatorios.
El fanatismo es el estadio culminante para su desarrollo.
Inevitablemente, el mal es una de las tantas expresiones del poder, su sendero
está roturado de rivalidad, envida, odio, resentimiento y avaricia.
Paradójicamente, quien llega al poder en nombre del bien, inmediatamente es
tentado a corromperse. Capaz de matar a padres, hermanos, amigos, parejas, si
éstos se oponen a sus fines más obsesivos. La única manera de escapar a este
destino funesto, es no permaneciendo mucho tiempo en el ejercicio del poder.
Pero ser un renunciante no es nada fácil. Porque el poder es más poderoso que
el sexo. Para quien lo conquista y detenta constituye su droga más adictiva y
predilecta, la única a la que no está dispuesto a renunciar. Así se lo exijan.
Macbeth, de William Shakespeare, trata de vencer el miedo a la
incertidumbre aceptando lo espantoso que la ambición ha descubierto de sí. No
obstante, su sentir no siempre coincide con su pensar. Su tormento comienza
cuando la disfunción pone a rivalizar ambas partes. Entonces, apuñala al
plácido sueño hasta convertirlo en una horrorosa pesadilla. Macbeth es
utilizado por esa ciega necesidad que inaugura con el magnicidio que comete.
Mas para conquistar el poder absoluto, pero por igual para mantenerse en éste,
se hace acompañar y conducir por la conducta fría y calculadora de su mujer,
Lady Macbeth. A quien ésta trata como a un niño. Sin embargo, al final, los dos
sucumben a la locura y al delirio. Es decir, no llegan a ser completamente
malignos.
Muy por el contrario, en Ricardo III, del mismo autor, otra de sus
piezas teatrales sobre el poder, el personaje protagónico asume el ejercicio
maquiavélico del mal para justificar y darle sentido a su existencia física
deforme. Ricardo no sufre de culpa ni de arrepentimiento mientras ejecuta
conspiraciones y comete asesinatos para hacerse de su objetivo más caro: esa
cúspide que rodea con un océano de sangre. Cualquier vínculo afectivo que se le
atraviese es eliminado sin ningún pudor. Además, se deleita en ejecutarlos.
Comprende que la inteligencia del mal puede ser genial en la instrumentación de
sus fines magnos, inclusive, mucho más que el blando bien. Ricardo sólo
pareciera tener miedo o estremecimiento cuando, ante la pérdida del poder
conquistado, grita: “¡Mi reino, mi reino por un caballo!”. Aunque esa expresión
desesperada también podría considerarse como estratagema de su arrolladora
malignidad. Ricardo III es la prefiguración, desde la ficción teatral, de lo
que habría de ser después Joseph Stalin, Adolfo Hitler y Fidel Castro en la
realidad.
El carácter del poder ha querido ser explicado como enfermedad,
por parte de psicólogos y psiquiatras, cuando en éste se incuba el mal. Lo paradójico
es que las sociedades se han acostumbrado a su conducción y arbitrariedad desde
el Estado. En el estado monárquico, aristocrático, democrático, son aceptados
con normalidad y naturalidad, aquellos desmanes de estadistas que coronan su
poder a través de la ejecución sistemática del mal. Quizá por ello las
rebeliones tardan. Pero ningún Estado como el totalitario ha hecho suyo su
poderosa maquinaria exterminadora, desde principios ideológicos extremos,
mesiánicos y divinos. El totalitarismo del mal se hace absoluto al vencer el
sentimiento de culpa y repugnancia del victimario, pero igualmente el de la
víctima propiciatoria. Aquella que por conciencia e inconciencia, se hace su
más fiel cómplice si el totalitarismo prolonga su existencia en el tiempo. Ese
enemigo a quien tanto teme.
Edilio Peña
edilio2@yahoo.com
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