EDGARDO RICCIUTI |
Es
casi un axioma considerar la muerte de Sócrates como uno de los hechos más nobles
e inspiradores de Occidente.
En
la Apología de Platón, Sócrates dice que un ente divino le frena en participar
en la vida política: una voz se manifiesta en él para detenerlo en lo que
naturalmente todo hombre haría. Es un llamado que le impone un comportamiento
contrario a un interés inmediato. El abstenerse de la política y dedicarse a la
filosofía es para él una forma de vida que responde a una vocación religiosa.
Critón,
uno de sus discípulos, va a la cárcel para tratar de convencerlo de que huya,
pero Sócrates le reitera que el bien más elevado no es la vida misma, sino lo
que es moralmente bueno. Por ello, el hombre no puede, en ningún caso
irrespetar a la ley.
Resulta
obvia una asociación inmediata entre esta elección y todas aquellas tendencias
“morales” que, por hacer del respeto de la ley un imperativo categórico -al
mejor estilo kantiano- desfiguran la esencia misma de la verdadera justicia.
Sócrates
decide tomar la cicuta y morir por unas leyes que no comparte.
No
es importante emitir un juicio sobre este tipo de comportamientos; lo que no
debe pasarse por alto es que estos responden a un tipo específico de moral que
no es ni la única, ni necesariamente la mejor, ni la más gloriosa, y mucho
menos la que caracteriza a la cultura occidental.
Occidente,
se funda en el honor y el arrojo de hombres que basaron su existencia en un
“accionar”, más que un “reaccionar”. En hombres como Aquiles, Milcíades,
Leonidas, Marco Furio Camilo, Publio Cornelio Escipión y Julio César
encontramos ese arrojo y temple de ir al encuentro de los desafíos y las
dificultades de manera activa para someter al destino y hacer que los obedezca.
De
haberse comportado como verdadero occidental, Sócrates hubiese no sólo aceptado
la ayuda de Critón para escapar de la cárcel, sino habría luchado por sus
ideales, ahí sí hasta la muerte, hasta acabar con sus enemigos. Su pasividad
ante el destino emana de su poca convicción por lo cual luchaba y defendía con
su dialéctica. Murió sin luchar y aunque todos los moralistas en Occidente,
falsos y asalariados, digan que ese acto representó un triunfo, realmente
evidenció la victoria de sus verdugos.
Muy
a menudo, ese tipo de inacción o de enfermiza y premeditada pasividad, esconde
una inseguridad y una carencia de voluntad que hace ver, a los sujetos que la
adoptan, muy afines a sus verdugos, despertando coherentes y fundadas sospechas
en torno a la lucha que libran. Y si podríamos exculpar relativamente a
Sócrates por su rechazo a la participación en la política, no podemos hacerlo con
individuos que fueron “criados” para alcanzar nada menos que la presidencia de
la república.
Las
actitudes contrarias siguen caracterizando las acciones de hombres que han
decidido transitar por la difícil tarea de dedicarse a lo público, sean estos
políticos, burócratas o integrantes de las Fuerzas Armadas.
Con
lo anteriormente expuesto, no será necesario explicar con pormenores el por qué
una posición activa, digna y osada despierta el apoyo de los estratos más
nobles de la población; mucho menos será necesario nombrar específicamente a
todos aquellos que se entregaron a la “justicia” a sabiendas de la inexistencia
de unas instituciones que aseguren la imparcialidad y el debido proceso. En
cambio, sí es oportuno recalcar que en el mar de miseria humana que atraviesa
Venezuela existen ejemplos de coraje y dignidad, de arrojo heroico y coherencia
que anticipan un digno porvenir y la recuperación de la Libertad y la
autodeterminación.
Estos
venezolanos no venden su alma, su persona, ni su honor y asumen su existencia
con valentía y dignidad. Noblesse oblige.
Edgardo
Ricciuti
vzlafutura@gmail.com
@edgardoricciuti
@Vfutura
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