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ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA |
Dicebamus hesterna die: decíamos ayer. Y
henos aquí, luego de 23 interminables y
desastrosos años, mordiéndonos la cola de nuestros propios estragos. No está
vivo Hugo Chávez para intentar su tercer golpe de Estado; no están vivos Rafael
Caldera, Arturo Uslar Pietri y Juan Liscano para volver a conspirar y exigir la
renuncia del presidente constitucional de la República, que no existe; ni están
vivos muchos de los constituyentes que lograron imponer la llamada
"bicha”, luego de tironeos y exabruptos que se prolongaron por otros
turbulentos años.
Fueron los tres expedientes con que el golpismo cívico militar intentó
sacarse del medio a CAP y de paso
cortar el hilo constitucional y atropellar las instituciones, hasta hacer
tabula rasa de la democracia instaurada este próximo 23 de enero hará 57 años.
Uslar y Liscano, en representación del establecimiento literario y académico
del país, de la derecha ilustrada que nunca existió y del odio a la democracia
del mantuanaje que jamás se atrevió a montar sus propios parapetos políticos:
un partido liberal y un partido conservador como Dios manda. Sino que,
aprovechándose del cambalache característico de la sociedad venezolana en que
ricos y pobres, aristócratas y pat’enelsuelo de consuno, han vivido de chupar
voraz e insaciablemente de las ubres del Estado petrolero.
Majadero repetirlo, pero como bien decía André Gide, debemos hacerlo
todas las mañanas porque los venezolanos somos particularmente olvidadizos: los
alquimistas de AD, en primer lugar, y luego sus aprendices y principiantes de
brujos socialcristianos, que lograron con el auxilio de los ingresos petroleros
la magia de meter a todas las clases, castas, grupos y partidos en un mismo
saco. El de la mercantil repartija del ingreso petrolero. Capaz de mantener la
moneda venezolana durante medio siglo anclada respecto del valor del dólar en
términos verdaderamente homéricos. Y así, durante toda la primera mitad del
siglo XX y gran parte de la segunda, el Bolívar fue más fuerte que el dólar, el
franco, el marco, la libra esterlina. No hablemos de la Lira, la peseta y las
miserables monedas latinoamericanas que nunca valieron una locha.
Al
amparo de la renta petrolera y del dólar a 4.30, con escasos habitantes y
hábitos disciplinados por una tiranía de 27 años y una dictadura militar
desarrollista por otros 10, ¿quién y por qué insólitas razones habría de
quejarse en Venezuela? A partir de la erupción del pozo de La Rosa, en Cabimas,
nos volvimos multimillonarios. Y sin necesidad de rompernos el espinazo
trabajando de sol a sol ni viviendo del sudor de nuestras frentes, nos hicimos
famosos como el pueblo más rico y feliz del planeta. Y comenzamos a dar
lecciones de civismo, de estabilidad democrática, mirando con curiosidad pasar
el cortejo dictatorial de nuestros vecinos, unos muertos de hambre que se
entusiasmaron con las promesas de felicidad del comunismo castrista.
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Fue
así una eternidad, hasta que dejó de serlo. Un viernes 18 de febrero de 1983,
gobernando Luis Herrera Campins, se derrumbó el valor de la moneda. Y aunque
resulte difícil de creerlo, por ese hueco del exacto tamaño de un dólar
americano, que sellaba las arcas del tesoro del Banco Central y las
bienaventuranzas de un entendimiento supraclasista, se vaciaron todas las
instituciones, todos los hábitos, todas las certidumbres, todas las buenas
costumbres. Ahogándose en el deslave del desmoronamiento del bolívar, los
náufragos de la felicidad despertaron de un sueño que duraba medio siglo a la
peor de las pesadillas de un instante: Venezuela no era la excepción a la
regla, el país de los milagros, el ejemplo del hemisferio, el islote de la
felicidad, el resguardo de los desheredados y perseguidos. Venezuela era un
país tanto o más miserable que los países de su vecindario. Quizás peor.
Si
hasta allí hubiéramos llegado, se hubiera tratado de un simple balde de agua
fría. A los que los ciudadanos de otros lugares del planeta están más que
acostumbrados. Americanos, alemanes, italianos, franceses, españoles, chinos,
ingleses, japoneses – por mantenernos en lo alto de las naciones - ¿quién no ha
vivido devaluaciones, quiebras, insolvencias, corralitos, procesos
inflacionarios? ¿Quién no se vio afectado por el crash de 1929? Y así nosotros,
de haber sido un pueblo como cualquier otro – Colombia o México, por ejemplo, o
Chile y Argentina, hubiéramos podido extraer las debidas lecciones de la crisis
asumiendo los necesarios correctivos. Pero a nosotros, los malcriados del
petróleo, los subvencionados de nacimiento, los tá’ barato del Caribe, nos
significó un océano de pesadumbre. Para decirlo en seis palabras: el mundo se
nos vino abajo.
Y
en esa conmoción de malcriados hijitos de papá Estado, millonarios de
nacimiento, zánganos y regalados desde la cuna, no sólo no se nos ocurrió sacar
la elemental conclusión que en tales casos recomienda la sabiduría popular - no
hay mal que por bien no venga -, buscándole el lado bueno, como por ejemplo,
romper de una buena vez el cordón umbilical que nos ata al petróleo y comenzar
a producir riqueza con el sudor de nuestras frentes, sino que en el colmo de la
inconsciencia y la estulticia consideramos que quien sí lo quiso hacer, y hasta
comenzó a hacerlo con tan singular éxito que logró ser reconocido en el Foro de
Davos de enero de 1992, merecía ser fusilado, con mujer, hijas y nietos.
Y
abriendo las compuertas de la barbarie, el dinosaurio cuartelero despertó del
letargo desenvainando las espadas y puñales de la traición. Fue cuando además
de llevar a cabo el mayor acto de felonía y estupidez cometida en el siglo XX
venezolano, de las cloacas de la política nacional salieron los Caldera, los
Liscano, los Úslares, los Escobares, los Rangeles y toda esa cofradía
mencionada al comienzo de este artículo. Y la masa de desharrapados con o sin
corbatas se lanzaron a la caza del botín, como en una película de horror.
Nos pusimos consciente y tenazmente a la búsqueda del abismo. Y como la
piara de cerdos endemoniados de los Evangelios, nos lanzamos detrás de Hugo
Chávez.
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Y
aquí estamos. Luego de no sólo haber acuchillado lo mejor de lo mejor que hemos
producido con algunas gotas de sudor de nuestras frentes en doscientos años de
República – la democracia de Punto Fijo – de haber descuartizado a las pocas
instituciones que hemos sido capaces de crear, y de haber triturado la cultura
bicentenaria que habíamos erigido en un prolongado esfuerzo civilizatorio, nos
revolcamos durante una década completa en un océano de dólares, logrando el
sueño incumplido del tío Mc Pato: literalmente nadar desnudos en millones de
millones de dólares, de euros, de yenes, de libras esterlinas, regalárselos a
todos los amigotes del barrio latinoamericano invitados al festín no por bolsas
de cientos de miles sino en baúles, camionadas y barcos de miles de miles de millones de dólares.
Si
no nos merecemos el dudoso prestigio de ser uno de los pueblos más tarugos,
incultos, echones, irresponsables, aventureros, ignorantes, fabuladores,
farsantes, estultos y bárbaros de los pueblos de este hemisferio, yo quisiera
saber que otro título peor nos merecemos; si luego de regalarle más de
cincuenta mil millones de dólares en efectivo a los tiranos cubanos, otro tanto
a los mendicantes de la región - de Kichner a Lula y de Daniel Ortega a Evo
Morales – de andar construyendo carreteras en Nicaragua y hospitales en
Uruguay, regalando helicópteros y ambulancias en Bolivia y manteniendo zánganos
como Pablo Iglesias y otros aventureros marxista leninistas nos caben otros
epítetos y adjetivos más deshonrosos.
De
allí que no sea nada extraño que otra vez circulen en el viciado ambiente
político nacional los mismos expedientes: golpe, constituyente, referéndum,
plebiscito, renuncia. Si una costurera mágica pegara el mes de enero de 1992
con el mes de enero del 2015 y solapara una página central con los meses de
mayo o junio de ambos años posiblemente la historia no registraría tropiezo
alguno. Pasamos del 92 al 2015 como en un suspiro, en un pestañeo, en una
modorrita. No cambió nada.
Eso ha sido
la historia venezolana. Una siesta interminable con unos despertares de
pesadilla, asaltos y asesinatos a mansalva, saqueos e iniquidades por mayor.
Luego, otra vez la modorra, la duermevela, el sobresalto, el griterío, el
bochinche. Un insoportable dolor de cabeza, un embotamiento de los sentidos,
una fétida y nauseabunda aparición de liderazgos uniformados.
De
entre todas las opciones, la mejor de entonces hubiera sido la renuncia. No por
darle en el gusto a Uslar Pietri y a Juan Liscano, sino por permitir un
elegante mutis por el foro. Que la renuncia de CAP no hubiera cambiado el
destino que los dioses le habían marcado a Venezuela desde el 4F y la
conspiración de los cuarteles: hundirse en el fango de la barbarie y la
escatológica inmundicia de sus peores genes. Pero hubiera rescatado un poco de
vergüenza nacional. El juicio fue el primer acto de la criminalización
descarada de la Ley, su prisión un magnicidio disfrazado de hipocresía y los
gobiernos de Ramón Jota y Caldera sórdidos capítulos de un sainete.
Vuelve a elevarse el clamor por la renuncia. Por el referéndum, el
plebiscito y la Constituyente. Con una diferencia tan de bulto, que avergüenza
subrayarla: Venezuela no es la loca estúpida y caprichosa en manos de sus
delirios, como entonces. Es una ruina, una cloaca moral, un matadero. Pedirle
la renuncia a un ilegítimo que usurpa la presidencia de la República, es de una
cortesía versallesca. Como lo hubiera sido pedírsela a Gadaffi o a Sadam
Hussein. Una forma elegante de exonerar a los venezolanos de ejercer su derecho
a la legítima defensa. Y asumir la pesada carga de su histórica responsabilidad
ante esta ignominia. Pero aún así: sigue siendo la fórmula menos onerosa. Si
bien con un giro que se hará necesario: imponérsela. La renuncia se las pide,
incluso exige, a quienes tienen la capacidad intelectual de comprender el foso
en que se encuentran y tienen una pizca de honor. Me temo no ser éste el caso.
Habrá que imponérsela.
Antonio Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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