Una reflexión sobre los fantasmas sociales
del autoritarismo y la reacción de la sociedad civil del 12 febrero.
"El soberano, es decir, el partido o sus
dirigentes, nunca han renunciado […] a lo que se llama la "moralidad
comunista”, a saber: el derecho de un aparato de poder autodesignado de
disponer de la vida entera, las costumbres, preferencias, motivaciones, del
futuro e incluso, de la existencia física del individuo". Agnes Heller.
La peor tragedia que puede vivir una
revolución es la de convertirse en el mismo objeto que ella criticó para
movilizar los cambios en búsqueda de mayores libertades. El orden de la
realidad se trastoca, pierde su sentido de progreso, se desvía y se sumerge
poco a poco en un estado de anomia en las que las investiduras y la autoridad
política se disuelven vertiginosamente en el
ambiente de corrupción que decía
combatir y que su propia desconfianza en los ciudadanos ha creado. En el fondo
del cuadro, la tragedia del personalismo y de su naturaleza autoritaria
favorecida por el deterioro de la cultura política democrática, disuelve la
responsabilidad del gobierno con los ciudadanos y la dirige a una suerte de
lealtad con el líder simbólico o de turno. En su fase de mayor perversión, la
revolución que decía reivindicar los valores patrios en Venezuela, termina por
someterse al modelo de socialismo cubano y en consecuencia, la soberanía es
trastocada en sumisión al modelo de Estado autoritario tropical. Ello explica
en principio la más reciente reacción ciudadana encabezada por los movimientos
estudiantiles de las universidades autónomas y privadas el simbólico día
conmemorativo de la Juventud del 12 de febrero. Pero conviene detenerse en los
factores que movilizan las acciones de la sociedad civil.
El desborde de realidad ha despertado del letargo político a la
ciudadanía en un proceso que podemos situar -en una perspectiva más amplia dad
sus connotaciones-, desde la derrota electoral de Hugo Chávez en el referéndum
consultivo sobre las 69 reformas a la Constitución el dos de diciembre de 2007,
el cierre cuantitativo de la brecha electoral entre la oposición y el gobierno
en las últimas elecciones, y la explosión ciudadana en el mes de febrero que
van desde el día 12 hasta el día de hoy, en el que uno de sus líderes
emblemáticos, Leopoldo López se ha entregado para demostrar con su gesto, la
situación de sumisión del poder judicial al ejecutivo, una clara demostración
de la pérdida de independencia de los poderes públicos. A grandes rasgos el
carácter multifactorial de este desborde de realidad se fundamenta en cinco
aspectos -que no necesariamente excluyen a otros-, a saber:
a) la continua escasez de productos básicos y
el deterioro de la economía interna, b) el cerco a los medios de comunicación y
la clausura de todo diálogo posible en beneficio de un pensamiento único; c) la
criminalización de la protesta y del disentimiento, d) la unificación de los
tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial en uno: el poder ejecutivo que
se convierte de esta manera, en el espacio hegemónico del poder formal y de
facto y, e) una crisis cultural y social de cuyas dimensiones aún no nos hemos
dado cuenta
En este orden de ideas, la lógica social que
se nos muestra en la experiencia cotidiana, es límite y condición de
posibilidad para un debate que supone salirse de los marcos habituales y
transitar hacia una búsqueda de indicios que ayuden a armar el caos aparente,
tratando de encontrar ciertos principios organizadores para los cuales el
lenguaje tradicional de la ciencia naufraga o debe ser ampliado.
En este contexto de limitación del lenguaje,
tratar de situar las coordenadas con las cuales se pueda definir cuál es el
tipo de gobierno que existe en Venezuela, supone preguntarse también, por qué
tipo de política se ejerce en Venezuela y qué tipo de concepción de los
negocios públicos y privados tiene el ciudadano común, así como por sus formas
de organización ciudadana en las cuales, las libertades formales adquieren
sentido y se hacen práctica y conciencia. En el fondo, se trata de volver a
colocar en el tapete el viejo dilema del individuo contra el Estado pero en una
nueva clave y en una nueva ruta de posibles soluciones de continuidad.
Preguntar por ¿Qué es el nuevo Estado
venezolano? Y ¿cómo caracterizar la revolución?, suponen una respuesta difícil
que ha ocupado al menos catorce años de un debate. Las combinaciones para
caracterizarlo son múltiples: una mezcla de fascismo más socialismo, de
nacional-socialismo más socialismo cubano, de comunismo soviético más
neoliberalismo, de autoritarismo blando, de despotismo tropical o de
totalitarismo democrático amparado en la sacralización del voto por encima de
los principios constitucionales de respeto a las minorías. En el fondo, ninguna
caracterización parece ser la más acertada para situar el hibridismo que
caracteriza al Estado y sus acciones políticas.
Una profunda alteración de lo real se
manifiesta continuamente en la actitud del soberano investido de “furor
revolucionario” que se expresa en un lenguaje de fuerte carga violenta y
estimulante del resentimiento social. Sus actitudes esconden una bipolaridad
política que termina por caracterizar su profunda desconfianza por la sociedad
civil. De este modo la estrategia de gobierno transita desde la actitud
paternalista, benefactora y peligrosamente moralista que suministra un
bienestar regulado al pueblo, hasta la acción represiva que llega a vulnerar
todo tipo de disidencia u oposición al criterio “racionalizador” del Estado
controlado por el gobierno de turno. Este último se abroga para sí el derecho
de decidir que es lo necesario para la “máxima o suprema felicidad del pueblo”.
Al confiscarse todas las esferas públicas y
privadas en las que se desenvuelve una sociedad racionalmente libre, se termina
por crear un espacio propicio para la dictadura sobre las necesidades, que es
la forma como caracterizó Agnes Heller y Féher en su crítica revisionista al
marxismo distorsionado que impulsa el deseo de control y poder por parte del
“radicalismo pervertido”. En un contexto autoritario fundado en este tipo de
dictadura, se reducen las posibilidades de crecimiento del individuo y su libre
elección. El Estado se empodera sobre
las libertades individuales y controla
por medio del partido y su cadena de
lealtades la vida ciudadana. Esta situación afecta en Venezuela no sólo a la
sociedad civil en su conjunto, sino a
las en teoría comunas, en las que supuestamente radica el poder de
decidir de la autogestión. Controladas por el partido y por la obligación de
lealtad con el benefactor, -esa especie de ogro filantrópico como lo denunció
en su momento Octavio Paz-, que satisface sus mínimas necesidades, la autonomía
comunal no pasa de ser una más de las retóricas que apuntalan el pseudo
discurso democrático del Estado autoritario.
En este sentido, la geometría del poder, una
teoría de “especialización” de la autogestión, termina por ceder el paso a una
ecuación totalitaria que somete las voces plurales por la voz del partido. La
consecuencia lógica es un individuo alienado incapaz de reconocerse como un
sujeto libre que ve en el Estado autoritario, la garantía de satisfacción de
sus necesidades, aunque esta, altere el ritmo social a través de colas para
poder comprar los productos, cree el desabastecimiento y acelere el deterioro
de la calidad de vida.
No obstante, la hegemonía absoluta no pasa de
ser una pretensión, un deseo de control total del personalismo y su encarnación
mesiánica. El desborde de realidad termina por mostrar las fisuras de la
revolución, su lenguaje revestido de religiosidad combinada con un materialismo
hiperracionalista, deja de impulsar la idea de una esperanza por un futuro
mejor y naufraga ante una realidad atroz que termina por debilitar la imagen
del poder central seriamente afectado por la realidad del día a día
caracterizada por una crisis general.
Frente a esta atmosfera ya de por si
asfixiante, el poder de los grupos de presión y el descontento ciudadano que
han visto cercenadas las posibilidades de expresarse en la Asamblea Nacional y
en los medios de comunicación tradicionales que servían como válvulas de
escape, se hacen sentir en la calle y en
los medios que facilitan las nuevas tecnologías de la comunicación. Las manifestaciones
universitarias del doce febrero y la persecución de líderes opositores, así
como la represión doble por parte de los órganos de seguridad del Estado y los
colectivos armados que actúan impunemente, son una muestra del deterioro
continuo de las condiciones de vida ciudadanas, y una reacción a la dictadura
sobre las necesidades que se ha intentado implantar en una sociedad que a
diferencia de la cubana tiene una larga trayectoria democrática.
Encarcelado en los límites del lenguaje que
usa, el gobierno es incapaz de dar una respuesta “dialógica” y ajustada a la
Constitución y los derechos ciudadanos, ve en cambio en cada protesta, los
fantasmas de una invasión norteamericana que no termina por llegar, ve pequeños
burgueses y nazi fascistas en las personas que reclaman con preocupación la
reducción del horizonte de expectativas, el deterioro de su vida ordinaria y la
actitud cómplice de los poderes públicos.
En este sentido, cuando preguntamos por lo
que viene sucediendo actualmente en Venezuela, el conflicto de valores al
interior del gobierno revolucionario termina por mostrar su naturaleza
autoritaria, su pobreza de lenguaje, su cárcel conceptual, y su incapacidad de
llamar a un diálogo nacional que suponga escapar en términos pacíficos al sistema
de alienación imperante que transforma a la revolución en una “radicalismo
pervertido” como llamó en su momento la Escuela de Budapest a las distorsiones
del marxismo originario que cedía ante los designios de un partido único
confiscador de las libertades individuales y en consecuencia, incongruente con
los principios democráticos de la modernidad y de la libertad.
De esta manera, no es un secreto que la
sociedad civil en Venezuela ha decidido protestar en contra de una existencia
individual y colectiva cada vez más teñida del gris que se lee en la atmósfera
espiritual de la Habana y su gerontocracia, un modelo que orienta al gobierno
actual en Venezuela y es su espejo de ilusiones.
El ciudadano
ha decidido ir en contra de esa dictadura sobre las necesidades que
esconde tras la ayuda paternalista, una esclavitud de la conciencia del
individuo y una lealtad acrítica al líder.
A esto se suma la reacción en contra del desabastecimiento de productos
de la canasta básica, la disfuncionalidad de las cadenas de distribución de
productos lo que favorece el stress ciudadano por colas interminables para
obtener un bien ya determinado y sobrevalorado por la escasez; la
desinformación, la censura, el aumento de la violencia en las calles, las altas
tasas de homicidios, la inseguridad, la impunidad; las violaciones a la
autonomía universitaria, la penetración del narcotráfico, la corrupción
galopante en las instituciones del Estado, la perversión de la economía; la
sumisión del ejército a una ideología, la acción de colectivos armados tales
como los Tupamaros y, el control cambiario que el Estado estimula mediante
largos algoritmos de requisitos, lo que ha generado su propio mercado negro
caracterizado por una cadena de economía informal que se nutre de la compra y
venta de divisas como una solución a las ya precarias condiciones de la
capacidad adquisitiva de la moneda nacional en medio de un alto ingreso de
dólares producto de la volatilidad de los mercados petroleros.
En medio de esto, lo peor de todo: el cese de
funciones de la Asamblea Nacional, que se ha convertido en un órgano meramente
nominal, otorgando poderes absolutos al Ejecutivo para que este legisle con un sentido de profundizar un
proyecto de Estado autoritario, transfiriendo el espacio de la toma de decisiones
por encima tanto de la opinión de los ciudadanos, como de sus acólitos
agrupados en comunas. El ejecutivo se abroga el derecho de planificar al margen
de la ciudadanía y decide en consecuencia, sobre cuáles son las necesidades
verdaderas de sus ciudadanos, es decir, que deben comer, que deben estudiar,
como deben emplear su tiempo libre y hasta que deben soñar. Se conculca el
derecho de decidir en materias que afectan el interés nacional y el respeto de
las minorías y de los grupos disidentes.
La consecuencia lógica de toda esta situación, es la
dominación central del ejecutivo nacional que excluye la separación de poderes
y construye una hegemonía absoluta frente a la reacción de la sociedad civil.
Sometidos los poderes legislativo y
judicial, el círculo vicioso del Estado termina por construir una red de
lealtades fundadas en el temor y en un falso bienestar de acción limitada,
artificial en sus posibilidades de satisfacer a largo plazo las necesidades
populares. En este contrapunto la sociedad se resiste a ser absorbida por el
Estado y reacciona ante la ruptura del contrato social que caracteriza la
racionalidad y la aspiración de cara a la modernidad en término de un bienestar
y una paz sociales. En esta tensión, queda abierto peligrosamente y ante el
silencio momentáneo de la comunidad internacional, el espacio para una unidad
coercitiva cuyas posibilidades de éxito son efímeras dado el contexto global de
los derechos humanos y de las articulaciones materiales y espirituales del
sistema mundo, así como de la dignidad de los ciudadanos.
Se vive pues en medio de la crisis una
emergencia de una cultura política que había perdido su orientación ciudadana y
el interés por los negocios públicos. A estas legítimas preocupaciones, y
reclamos debe el Estado dar respuesta, a esta situación deben la burocracias
estatales dirigir las lealtades y responsabilidades que se dirimen entre la
sociedad civil o el personalismo.
De esta manera, el Estado se debate en el
dilema de responder a una de las dos caras que ha legado la modernidad del
siglo XX: o a la democracia o la dictadura todo un dilema para el
autodenominado socialismo del siglo XXI. Esta y no otra es la situación actual
que se observa en una Venezuela que vive un momento histórico en su larga
marcha por la democratización de los poderes públicos, la vida ciudadana
ajustada a las libertades formales y, la
relajación de la tensión esencial entre el individuo y el Estado.
El gobierno y sus consejeros de la Habana
deben recordar que de la situación de impotencia total que es producida por un
cerco sistemático de los espacios sociales, puede emerger desde la coerción y
desde las zonas silenciosas de la historia, de los caminos imprevistos de las
revoluciones como señaló Caracciolo Parra-Pérez, una violencia justa y legítima
de la ciudadanía, ella es el motor de las nuevas revoluciones democráticas que
transportan nuevas ideas y actúan sobre la base de una racionalidad humanista
que se opone a toda forma de autoritarismo.
luimanc@yahoo.com
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