Un prólogo es siempre un epílogo.
Eso lo sabemos quienes hemos escrito uno que otro libro. Porque recién cuando
hemos terminado de escribirlo, nos damos a la tarea de redactar su prólogo. Así
nos explicamos las razones por las cuales Benedicto XVl publicó el prólogo a su
obra magna “Jesús de Nazareth” dos años después de la publicación del segundo
tomo, es decir, él hizo de modo explícito lo que otros hacemos de modo
implícito. Un prólogo, en efecto, es recién posible cuando hemos logrado una
visión de conjunto que sólo alcanzamos en la fase final. Así sucede también, a
veces, con nuestras vidas.
Cuando ya estamos más cerca del
fin que del comienzo podemos comprender mejor acontecimientos cuyo sentido
nunca pudimos percibir en el momento en que sucedieron. Parece luego ser
evidente que sólo en el futuro lograremos conocer el sentido de lo que una vez
ocurrió, incluso el de hechos que en su momento nos parecieron absurdos. Desde
esa perspectiva, las normas que permiten el relato de una historia individual
no son demasiado diferentes a las que nos permiten relatar la historia
universal. Ambas al menos son construidas a partir de acontecimientos que sólo
mirados desde la lejanía de lo ya pasado revelan su verdadero sentido.
En cierto modo, en el futuro yace
la energía que da sentido al pasado, de la misma manera que recién cuando algo
ha ocurrido podremos conocer sus “causas” y nunca al revés. Constatación que
llevó a decir a Hannah Arendt, “las causas no existen”. O a Max Weber afirmar
que la “causalización” no es más que un proceso de reconstrucción subjetiva del
pasado. O a Freud a pensar que la evidencia de la muerte, esto es, nuestra inevitable
transitoriedad (Vergänglichkeit) es lo que da valor a la vida o, lo que
es similar: frente a la cercanía de la mortalidad la natalidad adquiere
su pleno sentido.
No pocas han sido las ocasiones
en que determinados seres descubren el valor de lo que amaban cuando ya lo han
perdido o cuando están a punto de perderlo. También es frecuente que después de
cuando alguien muere es descubierta la exacta dimensión de su vida. No son
pocos los genios que han muerto sin haber sido reconocidos hasta que el tiempo
–sólo en algunos casos- restaura su significado. Hannah Arendt, para poner un
ejemplo, antes de morir sólo era conocida por sus publicaciones periodísticas y
por sus escritos sobre el “totalitarismo”. Recién después del derrumbe del Muro
de Berlín comenzó a ser revalorada la obra completa de la genial mujer. De tal
modo que -para expresarlo como diría Arendt- cuando ocurre un milagro
comenzamos a entender el verdadero sentido de lo que ya ocurrió, sus inicios,
sus señas, sus “anunciaciones”.
A Hannah Arendt debemos el haber
acentuado en la filosofía existencial la dimensión de la natalidad. Antes de
ella la noción de la muerte y no la del nacimiento era la predominante en el
existencialismo filosófico. El “ser arrojado a la vida” (Sartre) llevó a muchos
a concebir la existencia como una suma de sin-sentidos, existencia en la cual
siempre seremos “extranjeros” y en donde la única frase lógica debería ser,
según Camus: “¿por qué no nos suicidamos?” En parte, la noción de
“arrojamiento” también la encontramos en la filosofía heideggeriana. Pero hay
una diferencia, y esa fue la que detectó Arendt.
“El ser en el mundo” de Heidegger
adquiere sentido cuando entra en comunicación con el espíritu, es decir no sólo
con ese “ser siendo” del “estar” sino con el Ser que “es” antes y después de
nosotros, en la vida que nos precede y en la que seguirá, en ese ser que
siempre vive entre dos infinitos según Arendt, o “entre las dos muertes”, según
Lacan. “Vivir en el espíritu” es por tanto una opción –punto en el que Hannah
Arendt está de acuerdo con la teología judeo-cristiana-.
Esa opción que separa a Heidegger
del existencialismo francés de los años cincuenta lleva a percibir como a
través de la desconexión entre el ser y el estar (Sein und Dasein) podemos
elegir no dar a la existencia ningún sentido. O a la inversa, comunicados con
el Ser Total podemos elegir alcanzar la “unidad del ser y el estar” y así la
vida adquiere una coherencia que es la del mundo, la de todo el mundo, la de
todos los mundos. Luego, la vida, desde la perspectiva de un Ser Total -que
para los teólogos sólo puede ser Dios- tiene un sentido, uno que no sólo es el
nuestro. Por lo mismo, nacer, desde la perspectiva del Ser Total es entrar a
“este” mundo portando el sello de un más allá cuyo sentido no conocemos pero
pre-sentimos a partir de la gran limitación –valga la paradoja- de nuestros
sentidos. O siguiendo a Arendt, viviendo con el espíritu seremos en un
ser que no sólo es nuestro ser. Un ser no singular sino plural: Un Ser que es también,
y sobre todo, un “Somos” y que asoma a este mundo gracias al milagro de la
natalidad.
En fin, sólo desde la perspectiva
de un ser que trasciende al “estar” lograremos entender por qué para
Heidegger el fin no se encuentra al final sino, oculto, en el comienzo. Así
también entendió Benedicto XVl a “su” Jesús. Porque para Benedicto, la muerte y
resurrección de Jesús son los “acontecimientos” que permiten entender el
milagro de la natalidad y no a la inversa. El prólogo para él, he de
reiterarlo, es un epílogo.
Puedo, no obstante, entender
perfectamente por qué para muchos filósofos y teólogos, quizás para el mismo
Benedicto, vincular el nombre del Papa con Heidegger es un procedimiento
inadmisible. ¿Cómo relacionar una exégesis teológica con los tratados de un
filósofo que nunca o casi nunca mencionó a Dios? ¿Cómo contravenir a Benedicto
quien a su vez casi nunca mencionó a Heidegger en sus textos y cuando lo hizo
sólo fue para rechazar su idea del “arrojamiento”? Sin embargo, y a pesar de
todo eso, creo que ha llegado el momento de establecer ese vínculo a mi
entender ineludible para todos quienes nos hemos sumido en la teología de
Ratzinger y en la filosofía de Heidegger.
No. Ese vínculo no sólo tiene que
ver con el hecho de que ambos, Heidegger y Ratzinger, son alemanes y por lo
tanto tributarios de una misma tradición intelectual. Ni siquiera tiene que ver
con la casi certeza de que ambos bebieron muchas veces en las mismas fuentes
literarias y filosóficas. Tampoco con la evidencia, tan bien demostrada por
Marlene Zarader (The Unthought Debt), relativa a que la filosofía de Heidegger
se encuentra sobredeterminada por la Biblia judía. E incluso, nada tiene que
ver con la permisible analogía entre el Ser de Heidegger y el Dios de Abraham.
No, la verdadera unión entre
Heidegger y Ratzinger se encuentra más allá de ellos: en una tercera persona de
la cual ambos descienden: me refiero a San Agustín, teólogo y filósofo a la
vez. O para decirlo de una vez por todas: tanto la filosofía heideggeriana como
la teología ratzingeriana son profundamente agustinas, y lo son hasta el punto
de que ninguna de las dos habría sido posible sin la mediación del obispo de
Hipona.
Por de pronto, tanto para el
filósofo Heidegger como para el teólogo Ratzinger, el ser del humano es un
momento de un tiempo que precede y trasciende a toda vida. En términos
agustinos, a su vez, la ciudad humana está inmersa en la gran ciudad de Dios al
mismo tiempo que toda finitud es parte de la infinitud total. A esa ciudad de
Dios o tiempo infinito del Ser no podemos acceder desde la finitud de nuestras
vidas. Sin embargo, eso no impide pensar en la infinitud.
Pensar en la infinitud es
conectar al ser humano con el espíritu, del mismo modo como no pensar en la
infinitud es desconectar al ser humano de su Ser Total, transformándolo en una
criatura que sólo vive para satisfacer su sensorialidad, o que idolatra objetos
sustitutivos de la divinidad, o que muere en vida, sin espíritu ni conciencia
de su propio ser. En fin, para ambos autores agustinos, el “para qué” y el
“cómo”, que son las pre-posiciones de la vida sin espíritu, nunca podrán
sustituir a ese “por qué” que lleva a preguntar-nos por el origen y el final de
todo.
Ahora, si tenemos en cuenta que
para Agustín hay una relación de identidad entre “pensar” y “recordar”, cuando
pensamos en alguien o en algo, lo recordamos, es decir, lo traemos a la
memoria. La "memoria” es, por eso, uno de los conceptos centrales de la
filosofía agustina.
Pero, ¿cómo recordar a Alguien si
nunca lo hemos visto? La respuesta agustina es: pensando más allá de nuestros
sentidos, don que nos ha sido dado por Él para que pensemos en ÉL. Eso
significa, pensar a través y con el espíritu lleva a recordar el origen de
todas las cosas aunque nunca hubiéramos visto ese origen, del mismo modo
–agrego yo- que un físico piensa en la milésima partícula de un neutrón sin
haberla visto jamás.
Pensar con el espíritu significa
en consecuencias, transgredir, traspasar y trascender la materia más allá de
nuestros sentidos, recordando lo que nunca hemos visto. No es casualidad, por
tanto, que Heidegger como Ratzinger se refieran a la ausencia del espíritu en
el ser con el mismo término de Agustín. Ese término es: el “olvido”.
Heidegger nos habla, cuando se
refiere al ser que es absorbido por la técnica, viviendo en el puro mundo del
“estar” y del “hacer”, de un “olvido del Ser”, olvido de ser lo que cada uno
es: un ser en el Ser. Ratzinger, a su vez, al contemplar ese mundo
intrascendente y cruel de humanos entregados a su propia idolatría nos habla
del “olvido de Dios”. Para ambos autores, en fin, el “olvido” de pensar en lo
que no vemos, lleva a un deterioro del ser, a su insignificancia total, al
mismo infierno: a la muerte en el alma.
Recordar lo que nunca hemos visto
es, en consecuencias, un imperativo agustino que recorre el pensamiento de
ambos pensadores de nuestra modernidad.
Hannah Arendt -es su mérito-
llevó ese imperativo algo más allá de Agustín. Pues para ella, lo que no hemos
visto, sí lo vemos. Lo vemos en cada ser que llega a este mundo no sabiendo
nada, trayendo quizás consigo sólo el recuerdo borroso del mundo desde donde
nos fue enviado, naciendo y creciendo, preguntando por cada cosa que aparece
por primera vez frente a sus ojos. Cada nacimiento es, en el exacto sentido
arendtiano, un milagro.
Para Benedicto también lo es. Es
el milagro de la vida: el milagro de ser. Como el niño Jesús que vino al mundo
no en representación de Dios sino como Dios. No mitad Dios ni mitad humano
–insiste Benedicto- sino plenamente Dios y plenamente humano. Como todos los
niños son, cuando nacen. Esta última frase es, por supuesto, mi agregado
personal.
Fueron esas las razones por las
cuales decidí leer ese epílogo que es un prólogo dedicado por Benedicto al
nacimiento e infancia de Jesús, intentando recordar lo que nunca hemos visto y
de todas maneras vemos en la vida de cada ser que viene al mundo. Es decir, he
intentado leer el prólogo de Benedicto con la mirada del teólogo que nunca he
sido y con la del filósofo que me habría gustado ser.
No me arrepiento. Ha sido una bella experiencia.
Fernando
Mires
fernando.mires@uni-oldenburg.de
@FernandoMires1
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