ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA |
Desde
los estoicos, en tiempos de la Grecia antigua, los hombres advirtieron que
ciertos sucesos parecían reproducirse en forma casi mágica y ritual siguiendo
una forma cíclica, periódica, como si una voluntad sobrehumana quisiera que los
hombres no salieran del circular laberinto del nacimiento y la muerte, el éxito
y el fracaso, el premio y el castigo. Los mayas construyeron toda su cosmogonía
y el sentido del tiempo siguiendo esa matriz primigenia. Los katunes, sus
siglos, repetían matemáticamente los sucesos y personajes, las fortunas y las
desgracias, las venturas y desventuras de este valle de lágrimas. Al extremo
que al nacer recibíamos el inexorable sino de nuestra vida. Nietzsche fue el
último gran pensador en someter ese pensamiento a la razón filosófica en una de
sus obras cumbres, La Gaya Ciencia. Es el mito del eterno retorno.
Llevo
tiempo pensando en el mítico castigo de los dioses al ver de qué forma exacta,
casi matemática, se cierra el período abierto el 4 de febrero de 1992 con circunstancias
que sólo un desprevenido podría achacar al azar. Nacimiento, gloria, decadencia
y caída de la Quinta República. Exactamente a medio Katún, a dos décadas y la
mágica cifra de veinte años como medida del paso del tiempo, para nosotros los
latinoamericanos por lo menos desde que Gardel y Lepera compusieran ese
maravilloso tango del eterno retorno llamado Volver, los dioses sacaron del
juego al padre de la criatura castigándolo con el espantoso sufrimiento de ese
monstruo devorador de entrañas no por casualidad llamado cáncer. El Prometeo
venezolano que convocaba y seducía multitudes murió como un perro, solo y
entregado con su nuda vita frente a la atroz determinación del destino. Para
mayor condena, en un cuarto de una clínica habanera, lejos de los suyos, su
tierra y su cielo, recibiendo el pago del dolor y el delirio en donde se
cumplieron todos los presagios, en el enfermo y destartalado corazón de la
tiranía castrista. ¿Querías ser hijo dilecto de Fidel Castro? ¡Toma ya,
revienta en sus brazos!
Todo
lo que sucediera desde entonces, mentiras más mentiras menos, su realidad
ridiculizada “à la venezuelienne” en un maloliente esperpento puesto como una
guinda en una torta sobre un rancherío del cuarto o quinto mundo, - la
Venezuela chavista no da para tener a su Napoleón en un santuario como Les
Invalides, de Paris, sino en el ominoso “cuartel de la montaña”, principio y
fin de su tragicomedia - ha sido el cumplimiento del mito del eterno retorno
cuando se aproxima al cumplimiento del ciclo. Como nadie lo expresara mejor que
los ya mencionados Gardel y Lepera: “Cuesta abajo en mi rodada las ilusiones
pasadas yo no las puedo arrancar”. Es la
desaforada película de la caída, decadencia y muerte de la Quinta República que
estamos viviendo en cámara acelerada de la mano de una pandilla de parvenues y
delincuentes que tienen la impagable virtud de poner sobre la mesa, sin
maquillaje alguno, el tripero de lo que siempre fue, quiso ser y será el
llamado socialismo del Siglo XXI: sangriento y maloliente saqueo del
subdesarrollo.
Reviso
viejos archivos en busca de la caída en la impopularidad de todos los
presidentes democráticos – desde Rómulo a Caldera II – y me encuentro con dos
sorpresas: el peor calificado cuando vagaba por los pasillos desiertos de Miraflores,
como todos los presidentes en trance de mutis por el foro, fue Luis Herrera
Campins, con un 83% de rechazo y un correlativo 17% de aprobación. El que menos
sufrió del desprecio público a su salida fue Jaime Lusinchi, que superaba el
60% de aprobación. Las razones fueron obvias: Herrera cargó sobre sus espaldas
con la bíblica expulsión de los venezolanos del paraíso del 4.30, que llevaba
más de medio siglo, desde los tiempos de Gómez, resistiendo todos los embates y
situando al bolívar entre las monedas más duras y estables del mundo. Si no la
más dura y la más estable. Lusinchi jugó al ficticio paraíso de financiar las
importaciones raspando todos los dólares preferenciales que quedaban en el
Banco Central. Cada dólar que malversaba de sus arcas para fingir que seguíamos
siendo ricos le elevaba su popularidad en 10 puntos porcentuales. Pérez tuvo
que cargar, literalmente, con el muerto y pagar todos los platos rotos desde su
primer gobierno. Y aún así: cuando las vírgenes vestales del golpismo, encabezadas
por José Vicente Rangel y su carnal Escobar Salom, seguidos por los
trompetistas de Jericó de los medios, exigían su renuncia, no superaba en
rechazo a Herrera Campins.
Son
hechos, “facts” los llaman los adoradores del positivismo de estirpe anglosajona.
Como es un hecho que cuando CAP se asomaba al abismo, el país ni estaba
cruelmente dividido, ni arruinado, ni devastado, ni consumido. La cesantía
bajaba del 6%, la inflación había sido controlada, el PIB acababa de alcanzar
un 10% de crecimiento. Los sectores populares ni estaban desbordados por el
hampa, ni la inseguridad era el terrorífico monstruo de todas las clases y
sectores, ni había desabastecimiento de nada. La economía no podía ir por mejor
camino. El colmo del crimen era un arrebatón. Los presos se armaban de chuzos
hechos con largueros de catre. Los Pranes no habían nacido. Tan es así que
rizando el rizo del absurdo hasta uno de los ángeles exterminadores de esa casi
doméstica utopía, el autor de “Por estas Calles”, Ibsen Martínez, acaba de
pintarlo en un brillante artículo sub specie autocrítica con estas textuales
palabras: “Venezuela era un país pacífico, democrático, plural, laico y
solidario donde el petróleo obraba como gran amortiguador de las inequidades.” El problema fue de óptica estrictamente
política: Venezuela, incluido desde luego nuestro querido Ibsen, se negó a ver
la realidad, encegueció, se sacó los ojos, creyó en pajaritos preñados y sufrió
la más grave regresión de sus tiempos de modernidad. Corriendo en brazos de eso
que en un rasgo de su cultura anglosajona el mismo Ibsen llama “la distopía
militariza del chavismo”. Para los ajenos a la semántica: distopía es un
término inventado durante el Siglo XIX por John Stuart Mill, quien, como nos lo
recuerda Wikipedia, también empleaba el sinónimo creado antes por Jeremy
Bentham de cacotopía para describir una anti utopía, una utopía mala o como
hubiera podido decir el mismo Chávez en uno de sus arrebatos de arrechera “una
utopía de mierda”.
La
contrafigura del paisaje de fin de mundo que impera al día de hoy, del otro
lado del espejo de Alicia, la venezolana, cuando Maduro, por mi muy
injustamente traído a colación comparándolo con CAP, a mi parecer el político
más importante del siglo XX luego de Rómulo Betancourt, se hunde en las brumas
draculianas de su apocalipsis de alpargatas. Digamos: que si CAP cayó contando
con esas circunstancias favorables, nadie en su sano juicio puede sostener que
Maduro, acorralado por el hampa que su régimen prohijara para infundir el
terror entre los sectores populares como mecanismo de dominación, acechado por
una devastación económica que juega garrote, también de adrede empujada al
abismo por el castrochavismo para hacer caída y mesa limpia, repudiado por
tirios y troyanos por su insólita incapacidad política, a las puertas del mayor
descalabro de los precios del petróleo en toda su historia, odiosa y
servilmente al servicio de la tiranía del Caribe, heredada por la monstruosa
traición a la patria de su padre putativo,
pueda aguantar lo que CAP II no pudo.
Por
eso y mucho más, las campanas doblan a responsos. Quien crea que atravesará el
páramo del Conde Drácula indemne, así sea en una andadera construida y cargada
por los carpinteros de AD y PJ – en una reedición del auxilio brindado por Alfaro
Ucero al tambaleante Rafael Caldera – puede ir de urgencia al próximo oculista.
Hay que estar ciego para no ver que estamos llegando al final del Quinto Reino.
Y que como bien enseñaron los evangelios: “los últimos serán los primeros”.
Escríbalo.
Antonio
Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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