SAÚL GODOY GÓMEZ |
La primera vez que leí esta novela corta de
Stanislaw Lem (1921-2005), uno de los autores más reverenciados de la ciencia
ficción, no me gustó; pero recientemente vi la película El Congreso (2014),
dirigida por Ari Folman y protagonizada por Robin Wright (la fabulosa actriz de
la serie House of Cards) y Harvey Keitel, que se basa, en parte, en esa
historia de Lem, y la volví a leer.
Stanislaw era un tipazo, prolífico y con una
imaginación desbordada, pero fue principalmente un estilista de la palabra;
medico de formación, este autor polaco escribió casi toda su obra en su país
natal bajo el comunismo, aunque su primera novela tuvo que esperar ocho largos
años para que viera luz (tuvo que morir Stalin para que el Ministerio de la Cultura,
dispensara a la ciencia ficción de la estricta censura, considerándola
finalmente un genero “inofensivo”).
Y a pesar de esa supuesta gracia - Lem se
cuidó mucho de que su crítica mordaz a la sociedad totalitaria estuviera
disfrazada de personajes y situaciones “pantallas” - leer hoy a Lem es
descubrir un mundo soterrado, críptico, de alegatos contra una ciencia y unos
científicos que le hacían carantoñas al régimen y doblegados al partido.
Aunque no he leído toda su obra, sí tuve el
gusto de hincarle el diente a su novela Solaris (1961), una obra maestra que
inspiró sendas películas: una versión Rusa, a cargo del director y productor
Andrei Tarkovsky, rodada en 1971, y que se convirtió en un clásico de la
cinematografía mundial, y una versión Norteamericana dirigida por Steven
Soderbergh en 2002, en la que actuaron George Clooney y Natascha McElhone, con
la extraordinaria música de Cliff Martínez; me enteré igualmente que hay una
opera del compositor Alemán Michael Obst con el mismo nombre, basada en la obra
de Lem, pero todavía no he tenido la oportunidad de escucharla.
Lem fue un escritor muy serio y entendía la
ciencia ficción como cualquier Arte Mayor; como escritor, su obra sólo era
comparable con lo mejor del mundo, los Norteamericanos le tenían un gran
respeto, al punto de que estaba inscrito como miembro honorario de la
Asociación de Escritores Americanos de Ciencia Ficción (SFWA, en ingles), pero
un día se le ocurrió hacer un articulo criticando la ciencia ficción
norteamericana, tachándola de pueril y plagada de aventuras sin ninguna
significación ulterior, haciendo la honrosa excepción de Philip K. Dick, a
quien había dedicado un extenso estudio y lo tenía como uno de los grandes del
genero.
Pero dejemos que sea Ángel Moreno, primer
doctorado en España con una tesis sobre Literatura de Ciencia Ficción, quien
nos relate lo que sucedió; lo tomamos de su artículo Entre engaños y
realidades, la ciencia ficción de Stalinaw Lem: “El artículo fue leído por
ciertos autores estadounidenses como una traición y como fruto de cierta
ceguera intelectual por parte de Lem, a quien se consideró poco menos que un
pedante pretencioso. Sin embargo, la
propia realidad "enloqueció" un tiempo después, como si se tratara
del argumento de un relato de cualquiera de ellos. El 2 de septiembre de 1974,
el mismísimo Philip K. Dick escribió al FBI una carta denunciando al escritor
polaco. Afirmaba haber descubierto una conspiración comunista dirigida por Lem
desde Polonia. Los "agentes" de esta conspiración eran algunos críticos
y teóricos que comenzaban a despuntar entonces en Science Fiction Studies Según Dick, intentaban introducirse en las
universidades e influir en la población americana a través de obras de ciencia
ficción que transmitieran pensamientos izquierdistas. Además denunciaba en
varios escritos que Lem se había apropiado ilícitamente dinero gracias a la
edición polaca de Ubik (1969), una de las novelas más célebres de Dick”.
Para ese momento Dick estaba en plena crisis
paranoica, como consecuencia de su equizofrenia y el abuso de las drogas, pero
el escándalo fue de marca mayor; finalmente Lem no fue expulsado de la SFWA,
pero este episodio marco un alejamiento de sus pares americanos.
Lem fue un gran lector de autores
Latinoamericanos, en especial de García Márquez y sobre todo de Borges, a quien
comentó en varios artículos; de hecho, la obra por la que empezamos este
escrito, Congreso de Futurología (1970), pareciera se el producto de una sobre
dosis de Macondo.
El mentado Congreso se celebra en un país
suramericano, Costarricania, y cuando estaban todos esos sabios reunidos en el
Hilton de la capital para dar inicio a las actividades, unos extremistas atacan
la ciudad, secuestrando a varios importantes funcionarios y atacando con sus
armas, entre otros objetivos, la sede del Congreso.
Allí empieza una muy extraña narrativa de lo
que sucede con el personaje principal, el cosmonauta Ijon Tichy (este
aventurero repite en varias obras de Lem como personaje principal) quien, por
medio de unas alucinaciones, termina siendo congelado y despertado en el año
2039, para encontrarse en un mundo muy pero muy loco, donde la gente se droga y
es drogada por el gobierno para que vivan la “realidad”: una puesta en escena
de lujo y placer absoluto fabricada para ocultar el deplorable estado del
planeta y la helada que se les viene encima.
La obra está en clave de comedia negra y cada
situación es más inverosímil que la anterior, al punto de que uno termina por
preguntarse si la comida no nos cayó mal y estamos leyendo incoherencias.
La película El Congreso, que mencioné
inicialmente, es una producción europea, que aprovecha el estado de arte de la
industria de dibujos animados francesa (la película es una mezcla interesante
de actores humanos y animés) a la vanguardia junto con Japón y USA.
La historia de la película es muy diferente
al libro: en la cinta la actriz Robin Wright hace el papel de si misma, como
una estrella venida a menos pero que fue muy famosa; el estudio quiere que
firme un contrato que la compromete a ceder los derechos de uso de su imagen
digitalizada, para que el estudio haga las películas que quiera, quitándole
algunos años, por supuesto.
En ese momento, la tecnología se encuentra en
un punto en el que se puede usar imágenes digitales de estos actores y ponerlos
a interactuar con otros actores contemporáneos sin que el público note la
diferencia, algo un poco más avanzado de lo que hizo Natalie Cole en un video
cantando con su fallecido padre Nat King Cole.
Veinte años después Robin Wright es invitada
a participar en un Congreso y es aquí donde la película entronca con una
versión del libro. Igual, es una locura. Recomiendo ambas, el libro y la
película, y sí, efectivamente, el libro me gusto más en esa segunda lectura,
después de ver la película.
Saul Godoy Gomez
saulgodoy@gmail.com
@godoy_saul
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