LUIS UGALDE S.J. |
El Papa camina dando señales elocuentes. Va a Roma para hacer que
Jesús sea más visible en el gobierno de la Iglesia católica, en sus signos y en
su modo de actuar.
La aspiración es muy elevada: que el Vaticano sea signo trascendente de Jesús, encarnación del amor gratuito de Dios; del Jesús que no
vino a condenar sino a sanar, que entró en la casa del ladrón Zaqueo sin reproche,
llevando el perdón, la conversión y la vida nueva; que rechazó el apedreamiento
hipócrita de la adúltera y le dio la mano para que se levantara; que pidió agua
a la samaritana, que no era creyente judía, ni de vida correcta; que tocó a
leprosos y enfermos y los curó incluso en sábado.
La Iglesia es de carne y hueso y de condición frágil y pecadora;
sin caer en angelismos necesita estructuras para gobernar una muchedumbre humana
de 1.300.000.000 católicos de todas las razas, pueblos y culturas y lograr su
unidad de espíritu en la pluralidad. Lo inaceptable es que el rostro más
llamativo del Vaticano sean las túnicas y símbolos del pagano Imperio romano,
el poder impositivo de la cristiandad carolingia o las intrigas y corruptelas
palaciegas de una corte renacentista.
El Papa insiste en que no quiere “príncipes” de fachada, sino el
pueblo de Dios, hombres y mujeres tocados del amor de un Dios que se hace
visible en los múltiples rostros que viven con alegría y esperanza, que
consuelan, que acompañan, curan y ayudan a levantarse. Hoy una de las grandes,
complejas y esperadas reformas es hacer visible que la Iglesia no son los
clérigos, sino el pueblo de Dios con el obispo de Roma, que no es una monarquía
vaticana sino un primado colegiado con las conferencias episcopales del mundo
en toda su variedad y pluriculturalidad expresada en sínodos y otras formas de gobierno
universal. Un gobierno de Roma con menos cardenales y más laicos, hombres y
mujeres creyentes y competentes servidores.
Benedicto XVI con su renuncia por inspiración interior hizo un extraordinario
servicio al dar paso a otros que lo pudieran hacer mejor.
Hay mucha santidad en la Curia romana, pero necesitamos que sean
más visibles los signos trascendentes que hizo Jesús. No ayudan los que sólo
aspiran a ascender y perpetuarse en los cargos.
Necesitamos muchos que, tras ocupar altos cargos ayer, estén hoy
en las comunidades al servicio humilde de los pobres, enfermos,
presos y desorientados.
La Iglesia necesita inspiración, doctrina y disciplina, pero corre
el peligro de sacralizar los medios históricamente cambiables y hacer inamovibles
personas, gestos, ritos, doctrinas y disciplinas, con peligro de que la letra
ahogue el espíritu. Nada vale todo eso, si no, no hay inspiración que lleve al
mundo los signos y vida de Jesús.
La Iglesia no puede renunciar a la doctrina, disciplina y organización,
pero reconoce con alegría que el Espíritu actúa más allá de esas fronteras y
que la conciencia de las personas es más que la disciplina.
La pregunta evangélica del papa Francisco: “Quién soy yo para
juzgar a un gay si él busca al Señor y tiene buena voluntad”, vale también para
el divorciado, agnóstico, budista, preso y para la conciencia de todos, que nos
lleva a aquella milenaria frase feliz: “De internis neque Ecclesia iudicat”, de
lo íntimo de la conciencia ni la Iglesia juzga.
Doctrina y normas disciplinares sí, pero por encima de todo el
diálogo de la conciencia personal con Dios. No estamos para condenar sino para
acompañar, dar la mano, llevar el agua del amor de Dios y la esperanza. Es lo
que más necesitamos en este mundo, y sin ello la disciplina eclesiástica es
vacía y los templos se convierten en museos.
Uno de los signos más alentadores de la renovación es el reciente nombramiento del nuncio en Venezuela Pietro Parolin como secretario de Estado. Lo conocemos y apreciamos como hombre humilde, inteligente y servicial con espíritu evangélico y visión universal. La torpeza ideologizada de nuestro Gobierno lo ignoró durante tres años, lo que aprovechó él para acercarse, escuchar y compartir con las comunidades cristianas más sencillas y hacer de enlace entre la Iglesia venezolana y el obispo de Roma.
Necesitamos que los nuncios sean a futuro menos representantes de
un Estado ante otro y más signo de fraternidad cristiana y comunión universal.
Este nombramiento es una gran noticia para toda la Iglesia y
especialmente para los venezolanos, pues nos conoce, aprecia y sabe bien lo que
en Venezuela estamos viviendo.
Luis Ugalde S.J.
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