CARLOS ALBERTO MONTANER |
¿Por
qué los latinoamericanos apenas inventamos o innovamos? El periodista
Andrés
Oppenheimer ha retomado con ímpetu la hiriente pregunta. La ha planteado en un
libro excelente de título imperioso y subtítulo descriptivo: ¡Crear o morir! La
esperanza de Latinoamérica y las cinco claves de la innovación.
Me
parece un tema extraordinariamente importante que afecta a todo el ámbito
hispano, no sólo a América Latina. A principios del siglo XX los filósofos
españoles José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno lo debatieron
apasionadamente en diversos textos y desde distintos ángulos.
España
se atrasaba ostensiblemente con relación al resto de Europa. Ortega sostenía
que la decadencia del país se superaba europeizándose. “España es el problema,
Europa la solución”, decía. Unamuno alegaba que el genio español era artístico,
fundamentalmente literario, y remataba el argumento con un grito desafiante:
“¡que inventen ellos!”.
Si
Unamuno hubiera sabido economía en lugar de filología clásica, le habría
agregado una coda a su boutade: que inventen ellos… y que se enriquezcan ellos.
Algunos expertos suponen que el 40% del crecimiento económico de las sociedades
se deriva de las innovaciones e invenciones convertidas en bienes o servicios
volcados en el mercado.
Los
datos son alarmantes. Corea del Sur registra anualmente diez veces más
invenciones que toda América Latina. Israel, con menos de ocho millones de
habitantes, patenta más hallazgos científicos o artefactos novedosos que 600
millones de latinoamericanos.
No
hay ninguna universidad latinoamericana ni española entre las primeras cien del
planeta, y apenas comparece un puñado entre las primeras 500. Y no se trata
solamente de estudios universitarios: en las pruebas internacionales PISA,
consagradas a medir y contrastar los conocimientos de los adolescentes en
matemáticas, ciencias y comprensión de lectura, América Latina aparece en la
cola, muy cerca de algunas naciones africanas.
En
el mundo hispano vivimos a remolque de los países innovadores. Nos movemos en
sus aviones, nos curamos con sus medicinas, trabajamos en sus computadoras, nos
entretenemos con sus películas y videojuegos, viajamos por su Internet,
hablamos por sus teléfonos, nos asomamos al espacio gracias al talento que
ellos han desplegado y, en definitiva, somos un apéndice casi inerte de ese
primer mundo curioso y creativo que va gestando día a día nuestro futuro y la
forma en que vivimos nuestras vidas.
El
libro de Oppenheimer rezuma admiración por los creadores, a quienes ha visitado
durante la redacción de su obra. Ha hablado con ellos y los ha entrevistado
para conocer sus testimonios de primera mano, pero su intención no es
avergonzar a los latinoamericanos por su postración intelectual. Por el
contrario, el autor ofrece soluciones a estas graves limitaciones. La obra
culmina con cinco recomendaciones encaminadas a revitalizar las tendencias
innovadoras. Vale la pena consignarlas. Están cargadas de sentido común.
Primero,
crear una cultura de innovación en la que se distinga y venere a los creadores,
como se hace con los deportistas, para estimular la aparición de estos
talentosos ciudadanos. Cada emprendedor que se frustra es una fuente de riqueza
y desarrollo que perdemos todos. Si estamos de acuerdo en que la clave de la
prosperidad está en el empuje de personas excepcionales, hallarlas y
cultivarlas debería ser una prioridad del Estado.
Segundo,
es posible y es necesario educar para que surjan los inventores e innovadores.
Oppenheimer lo resume con un dato estadístico escalofriante: en Irlanda y
Finlandia, de acuerdo con la población, hay cinco veces más graduados de
ingeniería que en Argentina. El gusto por las matemáticas y por las ciencias
comienza en la niñez. En esa etapa de la vida se puede abordar estas materias
como si fueran juegos.
Tercero,
eliminar las leyes que ahogan a los emprendedores. En América Latina la madeja
burocrática asfixia a los espíritus creativos. Hay que pagar sobornos a
funcionarios corruptos. Las leyes de quiebra impiden o hace muy difícil que
quienes fracasen puedan levantarse de nuevo, olvidando que la economía libre es
un sistema de tanteo y error donde cada caída forma parte de un proceso de
aprendizaje.
Cuarto,
hay que invertir en investigación y desarrollo y en fomentar el capital de
riesgo. Israel es el país del mundo que proporcionalmente dedica el mayor
porcentaje de su PIB a investigación y desarrollo. Pero ese dinero debe salir,
en mayor proporción, de las empresas privadas. Hay que involucrar a las
universidades en las tareas de las empresas. Las universidades no deben
convertirse en instituciones anti-sistema. Eso es suicida.
Quinto,
debe globalizarse la innovación y ello incluye servirse de la posibilidad de
estudiar en las universidades del Primer Mundo. Corea del Sur, con apenas 50
millones de habitantes, tiene 71 000 estudiantes en USA, la mayor parte en
carreras de ciencias, mientras toda América Latina posee menos de la mitad de
esa cifra.
En
fin: el camino es arduo y extenso, pero mientras más pronto comencemos, mejor
nos irá.
Carlos
Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
@CarlosAMontaner
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