ASDRÚBAL AGUIAR |
La
idea de la justicia, en mayúsculas o minúsculas, alude, por ser un valor y no
mera forma legal, a todo aquello que promueve la idea de la dignidad de la persona
humana, en pocas palabras, la que le permite a todo hombre, varón o mujer,
definir un proyecto legítimo de vida y de desarrollo personal.
Si
la ley del mundo fuese sólo lo que ocurre cotidianamente, obra del voluntarismo
humano, en medio de una realidad en la que cada quién y cada cual se mira su
ombligo sin trascender, sin esperanza, la vida carecería de sentido y sería, no
cabe duda, objetivamente, la casa de la maldad. Algo así como la Venezuela de
la circunstancia.
Pero
si la ley del mundo fuese un mero catecismo escrito, técnico, frío, que se
redujese a lo que dicen las Constituciones, sin más alma que las palabras
hechas por los entendidos en leyes, la justicia mudaría en un acto de violencia
institucional, que impone lo legalmente escrito – probableme
En
el primer caso, regiría la ley de la selva, la del manotazo. En el segundo
caso, las Constituciones “servirían para todo” por inefectivas y extrañas al
comportamiento general de la gente.
La
ley del mundo tampoco puede reducirse a lo sobrenatural, al deber ser, a lo que
pueda dictar una apuesta por la perfección humana divorciada de las certezas,
es decir, de la imperfección inequívoca de lo humano; y si ello se tradujese o
fuese trasplantado como aspiración a un texto constitucional, este marcharía
por un lado mientras la cotidianidad lo haría por el otro. Tendríamos muchas
normas justas y buenas, pero inefectivas e ineficaces.
De
modo que, mirándonos en la realidad y describiéndola en leyes para la vida
diaria, cabe que éstas, sin despegar hacia el espacio sideral, corrijan sobre
lo humano todo aquello que humanamente puede pedirse del ser humano como ser
racional y perfectible, que no perfecto. Y esa aspiración, susceptible de ser
efectiva y eficaz, es, justamente, la medida humana de la justicia humana.
La
cuestión anterior puede resultar rebuscada o acaso abstracta, pero vale como un
esfuerzo conceptual necesario para entender que la hora agonal que vivimos los
venezolanos tiene su origen no en un defecto – que sí lo tiene – de quien tiene
entre sus manos la fuerza bruta del poder, Nicolás Maduro, y tampoco en las
falencias de una asamblea cuartelera que no legisla o mal legisla o prefiere
que Maduro legisle, cargándose ella y éste a la misma Constitución. Padecemos
los venezolanos, antes bien, por ausencia total de una idea cabal de la
justicia. Rige entre nosotros la ley de la arbitrariedad y la arbitrariedad se
hace ley – el propio Maduro fabrica leyes como salchichas – por falta de
jueces, incapaces de tener una narrativa cultural acerca del valor justicia,
que haga posible la Justicia en mayúsculas y les permita, además, reivindicar
sus propias dignidades como seres humanos.
Si
el gobierno se comporta criminalmente, reina la impunidad y la justicia oculta
su rostro. Y si los legisladores no legislan o lo hacen mal e injustamente –
sin mirarse en los derechos de las personas y ejecutando los dictados del
gendarme a quien mal controlan, ello pasa por carencia de juzgadores. Los que
se dicen tales ni sancionan la corrupción ni anulan las leyes que contrarían la
Constitución y el principio ordenador de todo régimen constitucional y
democrático: el respeto de la dignidad humana.
La
reinvención de la democracia, en consecuencia, ha de cerrarle el paso a la idea
actual de la “posdemocracia”, que es la síntesis cabal de la política
deshumanizadora del espectáculo, que humilla a la razón y desprecia la libertad
de pensamiento; por ser la mera suma de medios radioeléctricos y prensa
controlados, finanzas sin control, y populismo a la orden y para la búsqueda
del poder por el poder sin controles judiciales.
Reinventar
la democracia demanda una clara idea de la justicia, de la dimensión de los
valores, de la moral como frontera que separa y en la que resuelve el
antagonismo entre nuestra animalidad como especie sin destino y nuestra
trascendencia, como hijos de la razón y objetos de la esperanza.
No por azar, al mirar el conjunto de nuestra gente y preguntarme por la democracia, estimo que ella medra tras las rejas. Está allí en el testimonio de nuestros presos políticos, como Leopoldo López, Enzo Scarano, Daniel Ceballos o Salvatore Lucchesse, emblemas de quienes han sido encarcelados o maniatados con medidas cautelares, como los estudiantes de febrero, por “jueces del terror” y por disentir. Vale, pues, lo dicho por Leopoldo, quien ahora sabe de derechos por haberlos perdido: “Tenemos sicarios, sí, sicarios de la justicia”, enterradores de la democracia, nuestros jueces provisorios.
Asdrubal
Aguiar S.
correoaustral@gmail.com
@asdrubalaguiar
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