Es una reacción normal del ser humano sentirse
desanimado y triste cuando las circunstancias son cada vez más complicadas y
difíciles.
Quizá ya hemos esperado mucho sin ver cambios a nuestro favor.
Quizá
los límites de nuestro asombro han sido sobrepasados. No podemos ver una luz en
el horizonte; lo que quisiéramos es tener alas como águilas para remontarnos en
los cielos, lejos muy lejos. Sin embargo, como cristianos estamos llamados a
poner nuestra mirada en Jesús, y en su inspiración llenar nuestros corazones
con la esperanza.
Pero, no con esa esperanza que se asemeja a una pintura abstracta cuyo mensaje se nos hace imposible de descifrar. Cuando hablamos de esperanza en Dios nuestros corazones están sellados con la certeza interior de que El siempre nos bendecirá. La esperanza en Dios entreteje nuestros sueños, nuestros anhelos más profundos al Creador de nuestras vidas. Esperar en Dios es estar cautivos de nuestra fe, enlazados con El de una manera indivisible.
En el mundo somos prisioneros del miedo, de la
mentira, de las preocupaciones, de la duda y de tantas otras cosas que nos
esclavizan a una vida sombría de amargura. Cuando esperamos en Dios, el verbo
esperar trasciende mucho más allá del movimiento de las agujas del reloj que
nos marcan el tiempo; se convierte en una espera que nos provee cada día la
virtud de confiar en medio de las adversidades. La esperanza en el Señor, nos
transforma en mejores seres humanos cada día conformándonos a las virtudes
cristianas.
A través de esta esperanza podemos romper las
cadenas que nos atan a un mundo alejado de Dios. La esperanza del hombre cuya
vida se fundamenta en los principios
cristianos le permite saber que la imposibilidad del hombre es la oportunidad
de Dios para hacer Sus milagros. Sabiendo que el primero y más importante de
todos los milagros es el que se lleva a cabo en nuestro corazón, el que nos
permite ver la luz en medio de la oscuridad, estar en paz en medio de la
guerra; saber que el juicio y el perdón vienen del Altísimo, de cuya mano nadie
podrá escapar.
Ser cautivos de la esperanza en Dios no nos
convierte en seres inactivos ante cuyos ojos el mundo, nuestra nación y nuestro
propio hogar pueden hacerse pedazos. ¡No! El que espera en Dios, confía
primeramente en Su bondad, inmerecida por todos los hombres, pero a la
disposición de todos a través de la cruz de Cristo. Al mismo tiempo, se
convierte en constructor de esperanza, en productor de alegrías, en dador de
amor.
Volvamos al lugar seguro, a la fortaleza de nuestra
fe; volvamos nuestros rostros al Señor, con un corazón sincero que reconoce en
sí su insuficiencia y en Dios, su grandeza, su poder sin límites, y su amor
inalterable.
¡Seamos cautivos de la esperanza que no avergüenza!
“Volveos a la fortaleza, oh prisioneros de la
esperanza; hoy os anuncio que os restauraré el doble”. Zacarías 9:12
Rosalía Moros de Borregales
rosymoros@gmail.com
@RosaliaMorosB.
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