Para
solo dar un ejemplo, la Gran Bretaña experimentó alrededor de 900.000 muertes
en 4 años de guerra, entre 1914 y 1918. Para entonces la población del reino
rondaba los 45 millones de personas. El prolongado desastre en las trincheras,
una gigantesca y delirante carnicería que liquidó a la flor y nata de la
juventud británica de entonces, no fue sin embargo vista por el público, sino
intuida desde lejos o sentida de cerca solamente si retornaba algún familiar o
amigo herido, o se conocía la noticia de una muerte, a veces sin que se
recuperase el cuerpo.
Homo homini lupus |
No había entonces televisión, ni mucho menos los masivos
instrumentos de comunicación instantánea que hoy nos resultan tan familiares e
indispensables. Debido a ello, los horrores del frente de batalla, los
desatinos estratégicos de los altos mandos, la sumisión y miopía de los
políticos y el inimaginable sufrimiento de las tropas, acaecían en una especie
de aislamiento con respecto a las sociedades que sostenían con patética tozudez
la conflagración.
Durante
la Segunda Guerra Mundial cambiaron las cosas, debido a la expansión de la
radio y de los noticieros cinematográficos, y desde luego a que el conflicto no
perdonó a los civiles en sus ciudades. Pero fue realmente la guerra de Vietnam
la primera en que la difusión de las imágenes a través de la televisión,
alcanzando a una amplísima audiencia, tuvo impacto crucial sobre el ajuste de
percepciones y formación de la opinión de la gente acerca del sentido y costos
del enfrentamiento, con decisivas consecuencias políticas.
En
nuestros días, asumimos como normal recibir una información directa y
prácticamente instantánea acerca de multitud de eventos alrededor del planeta,
sin quizás percatarnos de los variados y complejos efectos psicológicos,
políticos y culturales en un sentido amplio que tal fenómeno tecnológico
produce.
En
ese orden de ideas, el planteamiento que deseo articular en estas breves notas
es el siguiente: nuestro tiempo se caracteriza por la preeminencia de un miedo
global y difuso combinado con una sensación de impotencia de la razón.
Intentaré
explicarme recurriendo a Hobbes. Como es sabido, la filosofía política
hobbesiana, encarnada en sus tres grandes obras: Elementos de derecho natural y
político, El ciudadano y Leviatán, se sustenta en una relación clave entre
miedo y razón.
De
un lado, el miedo ante las amenazas a nuestra autopreservación es la pasión que
nos hace entrar en razón, empujándonos a admitir una autoridad superior que nos
brinde protección a cambio de obediencia. De otro lado, es el orgullo o la
soberbia la pasión que nos confunde y nos lleva por el camino de la
autodestrucción, al extraviarnos con respecto a lo que indica una razón bien
balanceada y en armonía con nuestro verdadero interés. El miedo es entonces el
factor que nos hace racionales, en tanto que el orgullo, lo que los antiguos
griegos denominaban hubris, nos pierde al alimentar nuestro deseo de someter a
otros, de nutrir los enfrentamientos en lugar de buscar un arreglo de convivencia.
La
realidad actual, potenciada por la tecnología de las comunicaciones, nos invade
sistemática y permanentemente con situaciones que generan miedo. Las guerras
habitan como nunca antes en los hogares de la gente a través de la televisión y
la Internet. De allí que muchas sociedades que antes recibían noticias de
eventos lejanos hoy los experimentan en directo. Pero las guerras son apenas un
aspecto del amplio rango de fenómenos que a diario nos influyen y suscitan un
miedo a la vez cercano y difuso, distinto al miedo que Hobbes analizaba en sus
obras.
Ciertamente,
el fondo de ese miedo hobbesiano era el ansia de autopreservación; no obstante,
Hobbes tenía en mente principalmente lo que llamó una “guerra de todos contra
todos” localizada, es decir, el escenario de una guerra civil en el que
desaparece la autoridad única que establece y hace cumplir reglas comunes,
abriendo las puertas a la anarquía y la amenaza perenne a la vida.
El
miedo de hoy es más complejo que el dibujado en Leviatán, y como ya dije más
difuso, aunque su capacidad de afectarnos de manera concreta sea en ocasiones
muy patente. Pueden mencionarse, entre otros ejemplos, el miedo representado
por las epidemias, el cambio climático o los efectos de verdaderos colapsos
civilizatorios, como el que ahora contemplamos en el Medio Oriente.
El
miedo al virus del ébola está cundiendo en Europa, donde ya se detectó un
primer caso de contagio (en Madrid, hace pocos días), en tanto que el tema del
cambio climático y el avance del Estado Islámico, manifestación extrema del
radicalismo fundamentalista, son algunos de los asuntos que forman parte de una
especie de percepción de amenaza que acosa crecientemente a los habitantes de
un mundo frenético, en el que las noticias viajan en segundos en tanto que las
existencias individuales se aferran a las rutinas de siempre, confiando en que
de un modo u otro lo que pareciera anunciarse se quedará en las pantallas de
los televisores y las laptops.
Quisiera
dejar claro que no subestimo los potenciales efectos que de hecho pueden
derivarse de fenómenos como los mencionados.
Lo que me interesa destacar es el impacto generalizado, masivo y difuso que amenazas a veces muy lejanas empiezan a ejercer en los espíritus de inmensas masas de personas alrededor del planeta, sin que necesariamente evaluemos con la debida ponderación qué tan grave es el riesgo de que se trata en cada caso.
Pero
es allí donde las imágenes juegan su papel desestabilizador. Las decapitaciones
que los militantes del Estado Islámico realizan y luego suben a la Internet,
para que todos podamos verlas en su crueldad infinita, multiplican
exponencialmente hechos que difícilmente ocurrirían a gran escala, y menos aún
en lugares situados a miles de kilómetros del Medio Oriente, transformándoles
en palpables pesadillas que sentimos demasiado vecinas.
Para
Hobbes, el miedo era la ruta a la razón. Para nosotros, sin embargo, la salida
racional ya no puede centrarse en confiar en una autoridad constituida que nos
proteja a cambio de nuestra obediencia, pues el miedo es difuso y las amenazas
escapan a los confines de los Estados nacionales, que no pocas veces se
muestran atenazados ante situaciones que no respetan fronteras, en particular
las inexistentes “fronteras” electrónicas. No tenemos salida racional ante los
nuevos miedos, como aspiraba Hobbes con relación al suyo. Por ello afirmé antes
que vivimos en tiempos de miedos difusos e impotencia de la razón.
La perplejidad, una desagradable sensación de incomodidad psicológica, el ansia implacable frente a lo que sabemos peligroso pero a la vez inasible, son las características de un mundo que ha cambiado, sin proponérselo, el rumor gradual pero a la vez perceptible del sufrimiento en pasadas guerras, por una avasallante tormenta de imágenes amenazantes y con fuentes intangibles. Hobbes se ha desatado.
Anibal
Romero
aromeroarticulos@yahoo.com
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