No es que no admita
que el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, es un negro full simpatía,
carismático como el que más, buen orador y mejor conversador y con un corazón
de oro que hasta se lo envidiaría el propio Santo Padre, Francisco I.
En lo que discrepó
de millones de mis contemporáneos que lo idolatran, es en que tales bondades o
virtudes eran más apropiados para un misionero católico o luterano, un vendedor
de parcelas en la luna o para una de esas almas ejemplares que dirigen sus días
a luchar contra el consumo de cigarrillos o de alcohol.
Y -por antipático
que parezca-, menos consonantes con la misión de un hombre que decidió vivir o
morir por la política, enfrentar el reto de batallar por el alivio del destino
de millones de personas y no dudar en establecer que el bien, como el mal,
existen y hay que trabajar por abrirle paso al primero y cerrárselo al segundo.
En este contexto,
los determinismos que modelaron al presidente de los Estados Unidos, Barack
Obama (noviembre del 2008 hasta ahora) no pudieron ser más constrictores, pues
de un lado, como guía de la primera potencia mundial no debía apartarse ni
desdeñar el rol que le asignó la circunstancia de ser el país vencedor de la
“Guerra Fría”; y del otro, era indispensable entender que, para los años en que
Obama asume su primera presidencia, el mundo todavía se resentía de una suerte
de reacomodo, de tanteo del eje hacia donde se inclinaría pasada la turbulencia
del sovietismo y optar por una suerte de apaciguamiento político llevado hasta
la filosofía y la ética era, sencillamente, suicida.
Sin embargo, esta
fue la vía que tomó Obama y la élite de radicales del partido Demócrata que
auparon su candidatura, y sorprendentemente, también una mayoría del electorado
norteamericano que, por dos períodos, lo han seguido en la conquista del
paraíso perdido, de la tierra prometida y los campos que destilan siempre leche
y miel.
Pero un vistazo
objetivo, frío y holístico, y menos sesgado y partidista del clima donde había
surgido “el Obama Projet” los habría convencido de lo contrario: aun no
llegaban los tiempos de extender el “realismo mágico” latinoamericano a la
política planetaria, las estructuras regresivas, antidemocráticas, y
totalitarias globales no se habían desmontado sino fortalecido en la “Era
Clinton”, y por desconcertante que pudiera parecer, seguía proponiéndose la destrucción
de la libertad, la democracia, la modernidad, el estado de derecho, y su
principal promotor, los Estados Unidos, “pero por otros medios”.
En el Oriente Medio
el fundamentalismo islámico -que había participado en la derrota del comunismo
materialista y ateo – concluyó que su misión era sustituirlo en la cruzada
contra la Civilización Occidental y los Estados Unidos, y desde los mismos
comienzos de los 90, creó un nuevo ejército y una nueva guerra que habría de
introducir cambios profundos en las tendencias políticas y militares que
continuarían.
El ejército fue Al
Qaeda, una estructura sin centro, ni territorio, absolutamente global, con
células que podían crearse con prescindencia de órdenes, con planes, dotación y
tareas que partían de su círculo y autorizada a operar por iniciativa de sus
miembros, siempre que sus fines contribuyeran a lo que llamaban “la destrucción
de los infieles”.
Su ideología era
una versión ultrarradical y arbitraria de las escrituras coránicas, cuyas suras
seguían como la “palabra de Dios”, y no tenía Jefe sino un Profeta, el príncipe
saudita, Osama Bin Laden, quien, desde el primer momento, se identificó con
Saladino (Tikrit, el Kurdistán irakí: 1138-93), el Sultán de origen kurdo que,
siendo defensor de la fe sunita, aplicó derrotas catastróficas a los cruzados.
La presentación en
forma y oficial de Al Qaeda fue el 11 de septiembre del 2001, -en un ataque
combinado de tres aviones que habían sido secuestrados por terroristas-, a las
Torres Gemelas de Nueva York, y al edificio del Pentágono en Washington, con un
saldo de 3000 fallecidos.
Fue un
acontecimiento nodal, que movió las placas teutónicas de la historia del siglo
XXI, pues era la primera vez que Estados Unidos era atacado en su territorio
por un ejército extranjero y que daría un vuelco total a la forma cómo desde
los Estados Unidos y el mundo se percibía la post Guerra Fría y las fuerzas que
la sucedieron en los campos de batalla.
Ya era presidente
el republicano, George Bush, hijo, quien aterrizó en los escenarios que habían
abandonado la Unión Soviética y sus satélites y respondió con dos acciones
ofensivas: la invasión a Afganistán (7 de octubre, 2001) cuyo gobierno talibán
operaba como santuario de Al Qaeda y Bin Laden; y la de Irak (20 de marzo,
2003) cuyo presidente, el dictador, Saddam Hussein, apoyaba sin restricciones
al terrorismo cualquiera fuera su signo.
No eran, sin
embargo, Al Qaeda y Bin Laden, los talibanes y Saddam Hussein, los únicos
peligros que se estructuraron contra la democracia occidental y Estados Unidos
a partir de comienzos de los 90, sino que, en América Latina, los restos del
marxismo residual, náufrago y agonizante empezaron a reagruparse en Sao Paulo,
Brasil, en un Foro memorable, “el Foro de Sao Paolo”, auspiciado por el
sobreviviente presidente de Cuba, Fidel Castro, y desde el cual, se plantearon
constituir a América del Sur en la tierra de resurrección del comunismo, pero
cambiándole el nombre al recién fallecido y abandonando las tácticas y
estrategias violentas de la guerra de guerrillas, y la insurrección armada por
la participación de los partidos post comunistas en procesos electorales que
les permitieran conquistar el poder pero “no con balas, sino con votos”.
En otras palabras,
que el objetivo es siempre el mismo: destruir el sistema burgués, democrático y
capitalista, pero no desde afuera sino desde dentro, de modo de desmontar sus
instituciones, sus poderes y sus partidos con constituciones y leyes ad hoc.
El proyecto conoce
un viento de cola con el ascenso al poder en Venezuela del teniente coronel,
Hugo Chávez, el cual, se alía con los vetustos dictadores cubanos, Fidel y Raúl
Castro, y con los petrodólares que le suministran las exportaciones de crudo,
contribuye a que tres nuevos países se unan al combo neototalitario: la Nicaragua
de Daniel Ortega, el Ecuador de Rafael Correa, y la Bolivia de Evo Morales.
Pero el Foro
también propicia la instalación de socialismos más “suaves”, como pueden ser el
Brasil de Lula Da Silva y Dilma Rosseff, la Argentina de los esposos Kirchner,
y el Uruguay de José Mujica.
Y estas son las
realidades, los retos, los desafíos, las fuerzas que rodean a Obama cuando
lanza su candidatura a comienzos del 2008, y decide hacer su campaña, no contra
los enemigos de la democracia y de Estados Unidos sino contra Bush, no contra
los residuos del marxismo y el fundamentalismo, sino contra los que luchaban
contra ellos.
Su prédica es muy
sencilla: Estados Unidos debe retirarse de los escenarios de la guerra y volver
a casa, preocuparse del bienestar de sus ciudadanos, mientras deja que el mundo
exterior se las arregle como pueda, y trate por si solo de enderezarse y
reconstruirse.
Producto de este
evangelio es el retiro de las fuerzas militares norteamericanas de Afganistán e
Irak, y el abandono de los demócratas de Nicaragua, Venezuela, Ecuador y
Bolivia que quedaron atrapados en las ratoneras que les tendieron estos nietos
de los octogenarios dictadores cubanos, los hermanos Castro, quienes ahora
sueñan con irse de este mundo pero después de fundar una dinastía a lo Corea
del Norte.
Para tratar de
“poetizar”: que nave de los sueños que encalló hace apenas un mes cuando
empezaron a llegar noticias desde Irak de que un nuevo brote de fundamentalismo
islámico, mortalmente viral, de tendencia sunita, los yihadistas o el Estado
Islámico, cometía atrocidades inenarrables contra las confesiones shiitas,
yazidistas y cristianas por el solo hecho de ser “diferentes”.
Es un fanatismo
sangriento como pocas veces se ha visto, que va dejando cadáveres por doquiera
que pasa, que está desestabilizando los gobiernos de Irak, Siria, Jordania y
tiene a Irán en la mira.
No cree en los
estados nacionales, dice que los países musulmanes son una invención diabólica
y deben desaparecer para integrase a un “Califato” islámico, universal y religioso,
como el que se creó en los primeros siglos que siguieron a la muerte del
Profeta.
Pero el plan de la
retroizquierda latinoamericana de establecer una cabeza de puente al sur del
Río Grande para restaurar el comunismo tampoco retrocede, -a pesar de la muerte
de Chávez y del fin de la bonanza petrolera venezolana-, y ya va por el
emplazamiento en Venezuela de un dictadura cívico-militar que preside un tal
Maduro, que ya reprime, mata y tortura ciudadanos en el mejor estilo stalinista
y castrista.
En definitiva: que tiempos para Obama de volver a George Bush y su doctrina de la defensa nacional, al “conservador compasivo” que trató de entender y actuar ante el mundo tal cual era, que no buscaba ser buenanota, ni simpaticorro, ni apto para todo público, y sin alejarse de lo que es intrínseco a la democracia: la salvaguardia del estado de derecho y la solidaridad con los demócratas de todo el mundo, porque si no, no hay libertad ni democracia para nadie.
Manuel
Malaver
manumalm912@cantv.net
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