Es indudable que el mes de septiembre es
significativo. Es el noveno mes del año, el ciclo de la gestación de una mujer
ofrendando vida; también se celebra en el mundo cristiano la Natividad de María
de Nazareth. El escogido por Tim Cook para presentar su esperado modelo iPhone
6, y el Apple Watch a lo Dick Tracy. Además, comienza a dejarse el verano atrás
y los primeros frescos del agradable y transitorio otoño suavizan la
temperatura.
Fue una mañana como la del pasado jueves 11,
pero en 1973, cuando las Fuerzas Armadas apoyadas con los Carabineros chilenos
bombardearon el Palacio de la Moneda y tomaron el poder de facto, una vez que
el gobierno marxista de Salvador Allende había perdido el control de la nación,
y el país se precipitaba en plena Guerra Fría, hacia una cruenta guerra civil.
Cómo pasar por alto uno de los hechos más
siniestros y dolorosos que haya presenciado nuestra generación, aquella mañana
del 11 de septiembre de 2001 cuando la ciudad de Nueva York comenzaba a
desperezarse, mientras humildes aseadoras centroamericanas o asiáticas una vez
vaciados cientos de cestos de basura en cada piso, en cada oficina, bajo cada
escritorio, limpiado baños, alfombras y ventanas se disponían a dar por terminada
su cotidiana labor; y cientos, miles de hombres y mujeres se dirigían a sus
oficinas para encender sus computadores, revisar agendas, hacer llamadas, o soñar con anhelados ascensos,
preocupados por el seguro social o el pago de la hipoteca, café en mano se
disponían a iniciar su día, cuando les sorprendió el estruendo del impacto de
un avión de pasajeros que en ese momento
penetraba por sus ventanas. Fue todo, lo demás, la oscuridad, murieron sin
persignarse.
Hay otro 11, propiamente un martes 12 de
septiembre en la Universidad de Ratisbona situada al pie del Danubio, y un
antiguo profesor de teología dio lectura a su discurso de orden frente al
cuerpo rectoral, profesoral, estudiantil e invitados especiales. “Fe, razón y
universidad. Memorias y reflexiones”, tituló su tesis magistral. Y algo de ello
conocía el profesor, ese día, de pie, ante el atril de noble madera donde
reposaban sus manos al terminar la lectura. Era el sacerdote Joseph Ratzinger,
S.S. el Papa Benedicto XVI, uno de los grandes teólogos de nuestra era, que
disertaba acerca de la fe y la razón, esencia misma de la creencia cristiana.
Asumía allí que no había contradicción alguna entre fe y razón, divinidad y
humanidad, y se remontó al diálogo sostenido entre el Emperador cristiano de
Bizancio Manuel II con un noble y culto persa musulmán sobre religión, razón y
guerra santa, en la ciudad de Ankara, por allá en 1391, antes de la toma de
Constantinopla.
Benedicto XVI, en un momento, fundamenta su
argumentación en una pregunta afirmación que le hace el Emperador Manuel II,
sobre la yihad, a su interlocutor: “Muéstreme también lo que Mahoma ha traído
de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición
de difundir por medio de la espada la fe que predicaba”
Su santidad intentaba apuntalar que por la
fuerza de la razón se llegaba al conocimiento de Dios: “Para convencer a un
alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos
contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a
otra persona…” afirmó Benedicto. Fue todo, al otro día quemaron su esfinge, se
rasgaron las vestiduras, amenazaron con romper relaciones con el Vaticano, lo
acusaron de enemigo, guerrerista, conspiración occidental, dogmático y vaya
usted a saber cuántos apelativos y amenazas
le endilgaron, desde el fundamentalismo islámico.
Y hay otro 12 de septiembre, vital,
existencial para el mundo occidental, la batalla de Viena de 1683, cuando Kara
Mustafá, Visir del Imperio otomano luego de apoderarse de los Balcanes,
Macedonia, Hungría, Rumanía, Bosnia, al mando de más de 150.000 hombres,
conformado por jenízaros, africanos, turcos y árabes sitió la ciudad de Viena
con el fin de apoderarse de ella y llevar el islamismo al resto de Europa
central.
El
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Leopoldo I acudió a sus aliados
europeos quienes respondieron a su llamado, salvo el rey Luis XIV de Francia,
el rey sol, el de “El Estado soy yo”, que había firmado alianza con los
musulmanes turcos. El Papa Inocencio XI impartió su bendición y apoyó la Liga
Santa conformada por Lituania y los húsares alados de la caballería polaca.
Entre todos ellos, no sumaban la mitad de los guerreros de Mustafá, quien al
atardecer había perdido la que se conoció como la Batalla de Kahlenberg,
librada ante los muros Viena. Ese día, Europa y sus valores, se salvaron de
caer bajo la tiranía del fundamentalismo islámico y sus espadas.
Como bien señaló el Concilio Vaticano II
“…mientras exista el riesgo de guerra y falte autoridad internacional
competente, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no
se podrá negar el derecho a la legítima defensa”. En eso estamos, de nuevo, en
nuestra época
Juan
Jose Monsant Aristimuño
jjmonsant@gmail.com
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