Era
yo capitán y estaba destacado por las
Fuerzas Armadas de Venezuela en Sandhurst, la Real Academia Militar del Reino
Unido. Al final del año lectivo, la
academia debía participar en una maniobras militares en territorio alemán como
parte de lo que todavía se llamaba “1er. Ejército Británico de Ocupación en el
Rin”. Para viajar allá, muchos oficiales
debíamos tomar vuelos comerciales.
Estando en Heathrow con un capitán inglés, vi que cerca de nosotros se
sentó un africano, muy alto, con cicatrices rituales en ambas mejillas y vestido
con una especie de batola recubierta de plumas que a mis ojos semejaban como de
zamuro. Debajo del brazo llevaba una
inmensa máscara ceremonial de madera.
Fue tal mi abstracción, que mi acompañante me preguntó: “¿Te llamó la
atención? A mí también”. Le alegué que en mi país no se veían personas
así, pero que él debería estar acostumbrado a ver gentes con vestimentas raras
en Londres: sikhs con turbantes y barbas muy cuidadas, mujeres indias envueltas
en saris, and including niggers (en ese tiempo no era mala palabra) wrapped in
feathered robes. Me respondió: “A mí lo
que me llama la atención es la calidad del traje y los accesorios que lleva
debajo del sobretodo” Y me sugirió que
le buscáramos conversa.
Nos
acercamos, le ofrecimos algo de beber y, allí, fue cuando detallé que debajo de
la rara indumentaria llevaba un flux probablemente hecho en Oxford Street, una
corbata de Saville Row y un reloj extraplano de buena marca. Cuando conversábamos, nos explicó que era un
médico con posgrados en pediatría, que toda su carrera la había estudiado en
Inglaterra, incluyendo la residencia y las especialidades y que venía todos los
años desde su país, invitado por el Children’s Hospital de Londres para dar una
serie de conferencias a sus médicos sobre enfermedades tropicales en niños. Después de un par de tragos, me sentí en la
confianza suficiente para preguntarle por qué alguien que disfruta de ropa y
accesorios occidentales de calidad usaba ese tipo de atuendo. Me contestó: “No olvide dónde yo ejerzo. Ni la idiosincrasia de mis paisanos”.
Y
empezó a detallar con un ejemplo. Nos
dijo que a un niño inglés que sufría de fiebre alta, si al bajarle la lengua
notaba que tenía las amígdalas inflamadas, pensaba, y le decía al padre: “Hay
que inyectarle 300 mil unidades de penicilina; eso basta para matar la
infección”. Y, en verdad, el niño se
curaba. Peeero, que en su país, lo más
probable es que el padre no tuviese cómo comprar esa cantidad de antibióticos. Y que el sistema de salud pública no pudiese
aportar más de 50 mil unidades o, lo más probable, que no tuviese sino algunas
sulfas para poner en tocamientos. “Yo le
administro lo que a bien pueda darme la dirección del hospital; ya tengo el
ropaje puesto, me encasqueto la máscara, agito mi maraca, entono algunas
oraciones en mi idioma nativo y, ¡presto!
Por la conjunción del efecto de la medicina y la fe que transmito al
paciente y su padre, el niño sana tan bien y tan rápido como el infante europeo
a quien le administré la dosis completa.”
Seguimos
hablando de otras cosas hasta que nos tocó abordar, y nos despedimos. Eso sucedió hace 49 años y —a pesar de que yo
soy el legítimo Dr. Memoria— tengo la figura del médico, los detalles de sus
vestidos y la conversación vívidamente en mi cerebro. Después; cuando enseñaba Filosofía y tenía que
predicar que, con los filósofos del Siglo de Oro griego, el pensamiento
abstracto y el razonamiento habían hecho surgir la ciencia y habían zampado en
un hueco a la magia; decía eso sin olvidar mi experiencia con un médico-brujo
en el Primer Mundo. También, a lo largo
de mi profesión, más de una vez me tocó prestar ayuda a heridos en accidentes,
peleas y asonadas. Sin saber nada de
medicina, salvo los rudimentos de primeros auxilios en campaña que nos
enseñaban en la escuela. Pero pude
percatarme de que el lesionado, porque sabe que está siendo atendido, que no
está solo con su padecimiento, le pone más ánimo a su recuperación.
Me
imagino que sucede por lo que explica el doctor Muci: “…el paciente sufre de
temor al dolor y a la incapacidad, al miedo y a la muerte, y de allí, el efecto
terapéutico de mostrarles que se encuentran bien”. Y, como dice más adelante: …”existen
imponderables en su práctica que van más allá de la ciencia y están más acá de
la persona del paciente…”
Humberto
Seijas Pittaluga
hacheseijaspe@gmail.com
@seijaspitt
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