martes, 2 de septiembre de 2014

HUMBERTO SEIJAS PITTALUGA, EN REFUERZO DEL DOCTOR MUCI, SESQUIPEDALIA

 En un artículo reciente, “¡Aquella historia de mis cadillos…!”, el doctor Rafael Muci explicaba que “el cuerpo puede ser incitado a desplegar una ofensiva a través del uso del poder de la sugestión”.  La lectura de dicho artículo hizo que rememorara un acontecimiento que creo que pudiera servir para reforzar el argumento planteado por el ilustre médico valenciano, aunque no lo necesita, y menos de un lego como yo, soy el primero en reconocerlo.  Pero que me permite escaparme esta semana de lo que ha sido el Leitmotiv mío por años: la estupidez cum latrocinium que ha caracterizado estos casi dieciséis años de desgobierno rojo. ¡Vamos a la anécdota!

Era yo capitán  y estaba destacado por las Fuerzas Armadas de Venezuela en Sandhurst, la Real Academia Militar del Reino Unido.  Al final del año lectivo, la academia debía participar en una maniobras militares en territorio alemán como parte de lo que todavía se llamaba “1er. Ejército Británico de Ocupación en el Rin”.  Para viajar allá, muchos oficiales debíamos tomar vuelos comerciales.  Estando en Heathrow con un capitán inglés, vi que cerca de nosotros se sentó un africano, muy alto, con cicatrices rituales en ambas mejillas y vestido con una especie de batola recubierta de plumas que a mis ojos semejaban como de zamuro.  Debajo del brazo llevaba una inmensa máscara ceremonial de madera.  Fue tal mi abstracción, que mi acompañante me preguntó: “¿Te llamó la atención?  A mí también”.  Le alegué que en mi país no se veían personas así, pero que él debería estar acostumbrado a ver gentes con vestimentas raras en Londres: sikhs con turbantes y barbas muy cuidadas, mujeres indias envueltas en saris, and including niggers (en ese tiempo no era mala palabra) wrapped in feathered robes.  Me respondió: “A mí lo que me llama la atención es la calidad del traje y los accesorios que lleva debajo del sobretodo”  Y me sugirió que le buscáramos conversa. 

Nos acercamos, le ofrecimos algo de beber y, allí, fue cuando detallé que debajo de la rara indumentaria llevaba un flux probablemente hecho en Oxford Street, una corbata de Saville Row y un reloj extraplano de buena marca.  Cuando conversábamos, nos explicó que era un médico con posgrados en pediatría, que toda su carrera la había estudiado en Inglaterra, incluyendo la residencia y las especialidades y que venía todos los años desde su país, invitado por el Children’s Hospital de Londres para dar una serie de conferencias a sus médicos sobre enfermedades tropicales en niños.  Después de un par de tragos, me sentí en la confianza suficiente para preguntarle por qué alguien que disfruta de ropa y accesorios occidentales de calidad usaba ese tipo de atuendo.  Me contestó: “No olvide dónde yo ejerzo.  Ni la idiosincrasia de mis paisanos”.

Y empezó a detallar con un ejemplo.  Nos dijo que a un niño inglés que sufría de fiebre alta, si al bajarle la lengua notaba que tenía las amígdalas inflamadas, pensaba, y le decía al padre: “Hay que inyectarle 300 mil unidades de penicilina; eso basta para matar la infección”.  Y, en verdad, el niño se curaba.  Peeero, que en su país, lo más probable es que el padre no tuviese cómo comprar esa cantidad de antibióticos.  Y que el sistema de salud pública no pudiese aportar más de 50 mil unidades o, lo más probable, que no tuviese sino algunas sulfas para poner en tocamientos.  “Yo le administro lo que a bien pueda darme la dirección del hospital; ya tengo el ropaje puesto, me encasqueto la máscara, agito mi maraca, entono algunas oraciones en mi idioma nativo y, ¡presto!  Por la conjunción del efecto de la medicina y la fe que transmito al paciente y su padre, el niño sana tan bien y tan rápido como el infante europeo a quien le administré la dosis completa.”

Seguimos hablando de otras cosas hasta que nos tocó abordar, y nos despedimos.  Eso sucedió hace 49 años y —a pesar de que yo soy el legítimo Dr. Memoria— tengo la figura del médico, los detalles de sus vestidos y la conversación vívidamente en mi cerebro.  Después; cuando enseñaba Filosofía y tenía que predicar que, con los filósofos del Siglo de Oro griego, el pensamiento abstracto y el razonamiento habían hecho surgir la ciencia y habían zampado en un hueco a la magia; decía eso sin olvidar mi experiencia con un médico-brujo en el Primer Mundo.  También, a lo largo de mi profesión, más de una vez me tocó prestar ayuda a heridos en accidentes, peleas y asonadas.  Sin saber nada de medicina, salvo los rudimentos de primeros auxilios en campaña que nos enseñaban en la escuela.  Pero pude percatarme de que el lesionado, porque sabe que está siendo atendido, que no está solo con su padecimiento, le pone más ánimo a su recuperación. 

Me imagino que sucede por lo que explica el doctor Muci: “…el paciente sufre de temor al dolor y a la incapacidad, al miedo y a la muerte, y de allí, el efecto terapéutico de mostrarles que se encuentran bien”.  Y, como dice más adelante: …”existen imponderables en su práctica que van más allá de la ciencia y están más acá de la persona del paciente…”

Humberto Seijas Pittaluga
hacheseijaspe@gmail.com
@seijaspitt

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