sábado, 13 de septiembre de 2014

CHARITO ROJAS, LA YIHAD CHAVISTA

Temo a Dios, y después de Dios temo principalmente al que no le teme. Muslih-Ud-Din Saadi, (1184-1291), poeta persa.

Millón y medio de ciudadanos han emigrado de Venezuela en tres grandes oleadas que se han producido después del “golpe” del 2001, luego del revocatorio del 2006 y desde que Maduro ganó la presidencia por cuestionable margen en 2013. Ningún país en buena situación económica y política o con expectativas positivas a corto plazo eyecta de su territorio a tal estampida de emigrantes que además, se van estresados, desesperados por respirar un poco de seguridad y civilización, buscando un futuro que ya ven inalcanzable en su propia patria.

Según el analista internacional Moisés Naim, hay una cifra terrible que revela la fuga masiva de talentos, la pérdida de una generación de primera línea. Del millón y medio de emigrantes venezolanos, el 90% son graduados universitarios; de ellos el 40% tiene maestría y el 12% doctorado. Es decir, títulos de segundo, tercero y cuarto nivel que van a contribuir con sus conocimientos al desarrollo de países y empresas extranjeras.

Las familias venezolanas prefieren el dolor de la separación antes que ver a sus seres queridos sucumbir a la violencia diaria. Pero esto es una grave pérdida para el país, no solo porque quienes se van son una elite profesional, sino porque la mayoría no piensa regresar.

Aparte de las razones políticas, económicas o de seguridad que mueven a quienes se van, muchos manifiestan que Venezuela no tiene remedio, que pasaran años antes de volver a ser un país donde se aprecien el grado de instrucción, la educación, los valores morales y religiosos. Durante 15 años la barbarie revolucionaria le ha caído a mandarriazos a todo lo que signifique superación, competitividad, calidad, calificación, gerencia. O una palabra que detestan los palurdos que imponen su estilo a la fuerza: NIVEL.

Venezuela no es precisamente un país que se ha destacado por su buena educación. Pero sí por el espíritu de superación, ése que llevó al llanero José Antonio Páez a hablar varios idiomas, tocar violín y disfrutar de la ópera; ese que hizo que los rústicos andinos que tomaron por asalto a la refinada Caracas cuando Castro y Gómez invadieron la capital, aprendieran a usar zapatos y bastón e intentaran hablar como caraqueños. Ese mismo espíritu de superación que llevó a los “roba gallinas” adecos a ser “doctores”, a las adecas a imitar modales y vestuario y a sus hijos crecer socialmente.

Nada hizo más por el nivel académico y cultural de la sociedad venezolana que el Plan de Becas Gran Mariscal de Ayacucho, que sacó a jóvenes de los más recónditos poblados, de las más humildes zonas y los llevó a estudiar al primer mundo, para que aprendieran no solo a comer con cubiertos, sino a ver con sus ojos que existían metas superiores y que las podían alcanzar. Venezuela fue otra después de que miles de venezolanos se graduaran en el exterior, muchos en carreras que ni siquiera existían en el país. La gran mayoría de ellos regresó a con expectativas, con emprendimientos que empujaron la economía venezolana por derroteros pioneros.

Pero los venezolanos, siempre inconformes, siempre radicales, siempre buscando cambios para mejorar, creyeron en los cuentos de camino de un militar, patán como él solo ( doy fe de esto por conocimiento personal), planetario como son quienes se creen ungidos por Dios para salvar a la humanidad, con un desprecio total por la academia, por la educación y hasta por las buenas costumbres, que hizo todo lo que estuvo a su poderoso alcance para destruir las instituciones, las universidades, los medios de comunicación. Ni siquiera se salvó del veneno revolucionario la Iglesia Católica, que ha soportado estoicamente groseros embates y la abierta protección gubernamental hacia la santería y otras religiones ajenas a la fe tradicional del pueblo venezolano.

Usaron el poder del estado, la riqueza del país, se montaron en una revolución de mentiras que lo único que revolucionó fue al país, sembrándolo de odio entre hermanos, de abusos y arbitrariedades, irrespetando los derechos básicos de propiedad, de libre tránsito, de justicia igualitaria, de expresión.

Desde el comienzo dije que se trataba de una secta, con una deidad de pies y alma de barro, ritos destructivos, ceremonias de idolatría y adoradores por doquier. La clave de la secta la acaba de dar Tareck El Aissami: “Mientras más pobreza, más lealtad a la revolución”. Se trata de poner de rodillas a un país cortándole todas las salidas legales, físicas y morales a sus ciudadanos, burlando a la Constitución descaradamente pero alegando que lo hacen por amor al pueblo.

Para la revolución es indispensable la ignorancia. Para ello, cerraron medios, compraron medios, permitieron y financiaron emisoras ilegales, fundaron cientos de periódicos y televisoras que repiten en todas sus páginas y las 24 horas, que hay un dios en esa revolución, que murió y resucitó porque vive y vencerá a quienes se opongan. La propia Yihad chavista.

La venganza está instalada. El maltrato físico y moral, la condena judicial, el despojo contra quienes se atreven a enfrentar esta inquisición que gobierna a Venezuela, la cayapa a los sospechosos de ser opositores, el castigo que va desde la injusta cárcel como la que sufren Iván Simonovis, Leopoldo López, Enzo Scarano y Daniel Ceballos hasta el escarnio público a la juez Afiuni, a los estudiantes, a empresarios, periodistas, clase media que protesta.

Un país donde la justicia es el brazo armado que sostiene al régimen, donde los poderes obedecen su solo interés, donde los militares son el partido de gobierno y no están subordinados al poder civil. Un país cuyo gobierno desprecia a sus gobernados que no son de su secta, que hace diferencias entre “los míos y los otros”, donde un presidente se atreve a botar a 20.000 profesionales petroleros porque le dio la gana, que sin dolor alguno ve morir a Franklin Brito defendiendo su pedazo de tierra expropiado, que arrebata empresas levantadas por generaciones de venezolanos para luego arruinarlas. Y óigase bien: que engaña al pueblo que cree en él ofreciéndole amor y poder para someterlo después a la humillación del hambre, a la promesa incumplida.

Quienes no puedan ver lo que está sucediendo con Venezuela, es porque están ciegamente anotados en la secta. Solo el fanatismo da tal ceguera, sólo el fanatismo es capaz de insultar la fe de los ancestros plagiando la oración más sagrada de los católicos para blasfemar en honor a su líder.

La ofensa continua contra los venezolanos de valía, contra la fe mayoritaria, contra las libertades que se había ganado este pueblo, ya es rechazada por la inmensa mayoría. La salida pasa por quitar la venda a quienes hacen colas diarias, son atracados en los buses, pagan peajes en los barrios, no tienen buenos colegios para sus hijos ni hospitales que los atiendan, pero siguen creyendo en la revolución del ídolo. Hay que decirles que los yihadistas seudo revolucionarios están podridos en dólares chupados del erario nacional, que si no hay justicia, disfrutarán en paraísos fiscales y legales, mientras que el pueblo pagará por años las ruinas dejadas por la destructiva secta. Si creen que me pasé, en un futuro cercano la investigación de las cuentas de los jerarcas de este desastre me dará la razón. Nadie, absolutamente nadie, que pase 15 años manejando el presupuesto nacional sin contraloría ni límites, tiene las manos limpias.

Los venezolanos merecen un buen país y un buen gobierno. Uno que respete a los ciudadanos, que proteja vidas y bienes, que cuide la infraestructura nacional, que promueva la libertad de empresa y respete la propiedad, que no venda las riquezas del país al mejor postor, que entienda de qué se trata una democracia.

Venezuela se ha convertido en el país del no hay, en el destino del no se puede. A las carencias hay que agregarle la depresión que nos produce el no poder disfrutar como lo hacíamos antes de la involución. El confinamiento a círculos cada vez más reducidos de trabajo y hogar porque es peligroso hacer turismo por el país, se afronta todo tipo de inconvenientes en las salidas más inocentes. Quienes conocimos la bella Venezuela, vemos esto feo, sucio, agresivo, peligroso.

El fundamentalismo obsceno de la revolución expresado por voceros que hablan como si vivieran en Suiza, es ofensivo. Si quisieran intentar salvar su pescuezo (hablando en lenguaje yihadista), les diría que callaran: desde el Presidente hasta el último comunero deben parar ese discurso irresponsable que culpa a todo el mundo menos a quienes tienen 15 años con el poder absoluto en sus garras. Después de callar, asuman responsabilidades y escuchen a quienes saben. Ya vemos síntomas en algunos funcionarios de entender que si no ponen reparo en forma drástica al desastre económico que se los está devorando, es muy poco el tiempo que les resta.

Y por favor traten de respetar. Si la secta quiere tener altares del finado en su casa o en sus propiedades, adelante, son libres de hacerlo y lo respetamos. Pero respeten a la nación, basta de ponerle el nombre del muerto a cuanta plaza, calle, empresa socialista, evento que haya. Basta de montarle altares y exposiciones iconográficas en oficinas públicas que pertenecen al estado venezolano y no a un partido político. Basta de estatuas y de comparaciones igualadas con el Libertador Simón Bolívar. Hay que tener proporciones, a falta de sensatez.

Charito Rojas
Charitorojas2010@hotmail.com
@charitorojas

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