jueves, 25 de septiembre de 2014

ANDRÉS HOYOS, AMBIENTE ENRARECIDO, DESDE COLOMBIA

Fui militante en la segunda mitad de los años setenta y no me produce nostalgia.

La combustión de carbón, petróleo y gasolina
 es el origen de buena parte de los
contaminantes atmosféricos. 
El militante es entusiasta, enérgico y entregado, pero asimismo se vuelve dogmático y tiende a petrificar el sentido de su causa. La suya es, en esencia, una intransigencia que abomina de los compromisos, de las medias tintas, de las reformas. Piénsese en los ambientalistas radicales, tipo Greenpeace, y se tendrá una idea de lo que digo.
El mundo deberá aumentar la producción de energía en un 35% de aquí a 2040, sí o sí. Quizá los países ricos podrán darse el lujo de moderar este crecimiento o pagar más por una energía más limpia —de hecho, es en ellos donde las energías alternativas crecen—, pero para países como India, China o Colombia, no incrementar la producción energética a un costo bajo implica perpetuar la pobreza. La discusión, por lo tanto, debe centrarse en el tipo de energía que habremos de usar, no en si habremos de usarla.
Aunque las ya mencionadas fuentes alternativas —solar, eólica, geotérmica— hacen parte de la ecuación, están muy lejos de resolverla, pues sólo podrán aportar una fracción de lo requerido. Pese a que sus costos han bajado, todas siguen siendo demasiado caras y difíciles de escalar al ritmo necesario. Quedan, entonces, dos fuentes escalables con huella de carbono baja o nula: la hidroeléctrica y la nuclear. Los problemas de ambas son mitigables y hasta solubles. Existe la hidroeléctrica de paso, que no embalsa el agua y afecta menos al ambiente circundante, pero es estacional, dispersa y al final genera menos energía. Así que no podrá prescindir de los grandes embalses, que deberán hacerse en muchas partes —no en todas, claro— en el entendido de que algunos hábitats tendrán que ser inundados.
A los militantes tampoco les gusta hacer cuentas con su causa sagrada, a despecho de que sólo haciendo cuentas enfocadas es posible plantear soluciones viables. 
La energía nuclear de última generación, cuya huella de carbono es cero y en la que un Chernóbil se ha vuelto imposible por mejoras de diseño, pronto estará en capacidad de utilizar residuos radioactivos como combustible, solucionando por esa vía el peor problema asociado con la industria. Esta fuente crucial tendría un desarrollo más veloz si se adopta apenas una medida: cobrar un impuesto, creciente en el tiempo, a la emisión efectiva de gases de efecto invernadero, incluyendo, por ejemplo, al metano que la ganadería de carne vacuna lanza a la atmósfera en peligrosas cantidades. ¿Por qué es fundamental este impuesto? 
Porque lo que en la actualidad frena la opción nuclear es, aparte de los prejuicios absurdos de la galería, el bajo costo de la generación con gas natural, obtenido por fracking, un proceso que está muy lejos de ser ambientalmente inocuo. 
Sí, la combustión de gas emite 40% menos CO2 que otra comparable de carbón, si bien aquí aplica lo del vaso medio vacío: quemar gas igual produce una gran cantidad de CO2. De gravarse esta emisión, los costos se equipararían y todas las energías alternativas, incluyendo por supuesto la nuclear de última generación, crecerían más rápido.
Lo que al final tiene que sopesarse es cuánto carbón, cuánto petróleo y cuánto gas se quemará de menos en el mundo con una determinada alternativa y contrastar el dato con los costos ambientales directos de la alternativa. 
Así es como funciona la balanza de dos platillos que tanto le gusta al profesor Moisés Wasserman.
Andres Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com  
@andrewholes

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