“...A este ambiente de mutuas suspicacias se sumaba la profunda incomprensión que existía respecto a las exigencias que imponía el conflicto al conjunto de la sociedad. No estaba claro, ni podía estarlo, cuál sería el futuro de la recién inaugurada república, la magnitud de la emergencia, la entidad de los problemas y la intensidad de las emociones que se vivían cotidianamente frente a la escasez, la incertidumbre, la violencia, la inseguridad; las amenazas contribuían cada día a aumentar la desconfianza, el desencanto y el rechazo a las supuestas bondades de la independencia. En muy poco tiempo, la situación, lejos de mejorar, se descompuso de manera acelerada…”.
Se equivoca quien suponga que el párrafo
anterior es una crónica más de la actualidad nacional. Nada de eso. Se trata de
una reflexión muy documentada, intencionada y bien colocada de la historiadora
Inés Quintero al narrar el drama padecido por el país en los albores de la
guerra independentista cuando Francisco de Miranda y la dirigencia cívico-militar
se enfrentaban por conceptos distintos frente a cómo abordar la primera
Constitución y los mecanismos tanto diplomáticos como bélicos para liberar a
Venezuela del imperialismo español.
La biografía de Francisco de Miranda es en sí
misma una heroica, apasionante y filosófica novela. Estudios muy serios de
investigadores venezolanos y foráneos lo confirman con rigor académico.
El hijo de la panadera, Editorial Alfa, 2014,
es uno de ellos y algo más. Aparece cuando lo necesitamos con urgencia porque
Inés Quintero es diestra en novelizar con precisión científica y narrativa
gratísima, personajes y situaciones básicos del acontecer venezolano desde sus
orígenes. En este importante y delicioso libro, la difícil personalidad y el
cautivador personaje Francisco de Miranda conviven intensa y dramáticamente
para evidenciar los aciertos, vicios, batallas íntimas y de campo y, lo más
cercano, los profundos prejuicios, lacras como el racismo y el sectarismo
llevados a la acción y omisión políticas desde resentimientos personales
compartidos por igual entre los más importantes protagonistas fundacionales de
la emancipación venezolana durante los siglos XVIII y XIX, casi calcados en la
pesadilla que de nuevo padece el país en su búsqueda por reconquistar su
secuestrada independencia ideológica, institucional, económica y cultural.
Frente a la clase de los blancos criollos que
lo despreciaba por su raíz social y su tendencia sostenida a reunirse con los
callejeros “pardos”, el complejísimo, pasional, culto, tenaz y brillante
Francisco de Miranda dejó recados vigentes. Primero, que todas las virtudes
intelectuales y materiales necesarias para alcanzar las metas de un proyecto
político nada valen si no están sustentadas en la salida inicial del contacto
directo, dialogado con el ciudadano-pueblo y no en reuniones cerradas como
aquellas juntas patrióticas de sus paisanos que tanto lo maltrataron al
considerarlo peligroso, loco idealista y por eso candidato permanente a víctima
de opuestos intereses.
Así lo comprobó durante sus cuarenta azarosos años de autoexilio intentando por todos los medios a su alcance la independencia de las colonias suramericanas. Y al regresar, Miranda traía el aprendizaje directo y personal que adquirió en las revoluciones francesa y norteamericana, de cómo la disciplina, lejos del improvisado bochinche, es la segunda salida imprescindible para consolidar las libertades públicas y privadas. Eso le costó su salud sacrificada en una lejana muy oscura cárcel del opresor.
Para buenos entendedores, sobran más
palabras.
Alicia
Freilich
alifrei@hotmail.com
@aliciafreilich
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