Venezuela durante el régimen chavista se
convirtió en el país más inseguro de América Latina y del mundo, según cifras
proporcionadas por Gallup, probablemente la encuestadora más prestigiosa del
planeta. Los números están a la vista. Durante 2013, de acuerdo con el
Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), el número de muertes violentas fue
24.763, con una tasa de 79 por cada cien mil habitantes. En el primer semestre
de 2014, el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas
(CICPC) admite que se produjeron 39 muertes violentas por cada cien mil
habitantes.
Aún el OVV no ha publicado sus números; sin embargo, se sabe que
los organismos del Gobierno tienden a llevar subrregistros de esa estadística.
A las muertes violentas hay que agregar los secuestros exprés, los asaltos, los
arrebatotes y la amplia variedad de robos que se conocen, algunos de una
espectacularidad hollywoodense.
El
acoso del hampa, convertido en toque de queda en Caracas y en numerosas
ciudades de la provincia, se da en medio de la militarización más severa que
haya vivido el país desde la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Durante los
dieciséis años de la era chavista el perfil de la nación se modificó
drásticamente. Hemos dejado de ser una república civil para transitar hacia un
modelo cuartelario, tanto en el contenido como en la forma. La tutela de los
militares sobre el débil Nicolás Maduro es cada vez más evidente. Lo mantienen
cercado. Lo convirtieron en su rehén. Su presencia en los órganos del Estado es
cada vez mayor. Bajo su dominio se encuentra (aunque parezca un chiste de mal gusto) la seguridad
nacional, la economía, la administración de gran parte de PDVSA, la CVG y las
empresas estatizadas. Las milicias, aunque
integradas por personas mayores que deberían ocuparse de actividades más
dignas, se han extendido a un amplio rango de sectores y actividades. En el
Parque del Este de Caracas se combina la milicia con la Guardia Nacional,
formando un dúo desagradable que contrasta con la belleza del
lugar. En el servicio diplomático, los militares en condición de retiro
ocupan una amplia franja. El “Pollo” Hugo Carvajal forma parte de ese
contingente.
El
anillo de los uniformados en torno a Maduro va más allá del poder político.
También tiene su correlato económico. Los altos mandos se benefician de jugosos
negocios que incluyen el contrabando de gasolina hacia Colombia y Brasil, el
narcotráfico (además de insegura, Venezuela se transformó en un corredor por
donde pasa la droga que va desde Colombia, Bolivia y Perú, hacia los Estados
Unidos y Europa), las comisiones por compra de armamentos a Rusia y
Bielorrusia, los acuerdos con China e
Irán. No existe negocio importante, incluidos CADIVI y el FONDEN, donde
los verde oliva no tengan una presencia significativa y su participación sea
determinante.
En
medio de esta red de corrupción y complicidades de la cual forman parte, el
problema de la seguridad pública ocupa un lugar muy secundario. Tanto, que el
gobierno más militarizado en la historia nacional es el que ha permitido el
mayor número de armas ilegales en manos de civiles. El reto para esos oficiales
no consiste en que los venezolanos se sientan más seguros, posean una calidad
de vida más alta y disfruten de la ciudad, como ocurre en los países
civilizados. Para ellos el desafío
reside en que el andamiaje del que forman parte se mantenga estable. No
se tambalee, aunque el país se desintegre y los venezolanos vivan bajo el
asedio de una delincuencia cada vez más
agresiva y cruel.
La
inseguridad personal, la angustia que crea, los sueños de fuga hacia el
exterior que alimenta, resultan
favorables a su manera de apoderarse de la nación y dirigirla. Una ciudadanía
aterrorizada por la delincuencia y paralizada por el miedo, se desactiva.
Convierte su protección y sobrevivencia en el centro de sus preocupaciones.
Incluso, puede llegar a aplaudir que el país se militarice, aunque la
militarización no sea más que una simple ilusión de seguridad.
De este espejismo han tomado debida nota los delincuentes. Se han dado cuenta de que el militarismo a quienes busca amedrentar es a los dirigentes de la oposición y a los grupos sociales que los apoyan. Guayana es un buen ejemplo. La zona del hierro ha sido militarizada en varias oportunidades por las protestas de los trabajadores. No obstante, el número de delitos en la región se ha mantenido en un nivel muy alto. La delincuencia sabe que las armas no apuntan contra ella, sino contra los líderes sindicales. Conocen muy bien las prioridades de los rojos.
Los
países que han logrado aumentar la seguridad personal y reducir sensiblemente
los asesinatos y los robos, suelen contar con gobiernos civiles que elaboran
planes permanentes que incluyen la colaboración entre el gobierno central y los
gobiernos regionales, el desarme de la población civil, la profesionalización y
adecentamiento de las policías y el fortalecimiento del Poder Judicial. Ninguno
de estos procesos está asociado a la presencia abusiva de los militares en la
sociedad.
Trino Marquez Cegarra
trino.marquez@gmail.com
@trinomarquezc
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