Una acotación necesaria…
El filósofo trascendentalista Ralph Waldo
Emerson, en una oportunidad en una de sus reuniones se le acerco alguien y le
comentó que en el auditorio se encontraba una mujer humilde vendedora del
mercado de frutas cercano o algo así y que nunca dejaba de asistir a sus
eventos, visiblemente conmovido el sabio de Concord, quiso saludar a la señora,
“me han dicho que suele asistir a todas mis conferencias” le expreso
condescendiente y ella le repuso, “¡Oh si no me pierdo ninguna!”. “Veo, señora
mia que usted es aficionada a la filosofía”. “No por Dios, yo no entiendo nada
de esas cosas ¡Todo lo que usted dice es muy elevado para mi!”. “Pues,
entonces, no veo por que asiste” comento desconcertado el gran hombre” y ella
concluyó gozosa: es que me gusta oírle por que nos habla como si todos fuéramos
inteligentes.”
La función del intelectual es tratar a los
demás como si también fuesen intelectuales.
Intentando trazar una reflexión de la
participación de los intelectuales en la política dura y pura, no quiero en
modo alguno abolir la diferencia entre la acción política y el aporte de las
teorizaciones.
Cada una, una vez más, tiene un lugar privilegiado y si se puede
decir, preferencias locales diferentes: aquí, una atención a las herencias
culturales, centradas, tal vez, de una manera más decidida sobre las
intuiciones; allá, reflexiones de las instituciones y de los fenómenos de dominación,
agrupadas sobre el análisis de las sobrecosificaciones y los desequilibrios.
En
la medida en que una y otra tienen siempre necesidad de entrecruzarse para
asegurarse del carácter concreto de sus pretensiones de universalidad, sus
diferencias deben ser conservadas contra toda confusión.
Por eso la tarea de la
abstracción filosófica consiste en poner al abrigo de oposiciones engañosas el
interés por la reinterpretación de las herencias culturales recibidas del
pasado y el interés por las proyecciones políticas cara al porvenir de la
humanidad.
En efecto, esa es precisamente la función específica del
intelectual: tratar a los demás como si también fuesen intelectuales.
Es decir,
no intentar sugestionarles, intimidarles o seducirles sino despertar en ellos
el mecanismo de la inteligencia que tantea, evalúa y acierta.
Hay que partir de
la premisa socrática de que todo el mundo se revela inteligente cuando se le
trata como si lo fuera.
¿Es compatible esa función con el oficio de los
políticos? Porque éstos más bien suelen regirse por el cínico principio
establecido por el novelista Frederic Beigbeder (que no en vano empezó su
carrera como publicista): “No hay que tratar al público como si fuera imbécil
ni olvidar nunca que lo es”.
Salta a la vista que son planteamientos opuestos.
Lo malo es que el primero exige un esfuerzo de los interlocutores, atención,
reflexión y tanteos vacilantes, mientras que el segundo halaga emociones
primarias de entusiasmo o revancha, convierte el pensamiento crítico en ironía
o exageración, y el abordaje de los problemas sociales en escándalos evidentes.
Si repasan ustedes el innumero de entrevistas políticas de nuestras radios y
televisoras, es fácil ver como cada quién hala agua para su molino…
Nos señala Michael Ignatieff; si juzgase por
mi propio caso, debería decir que los intelectuales están negados por exceso de
recelo mental para la gestión de los asuntos públicos. Pero sería injusto,
porque talentos mayores como Marco Aurelio o Máximo Cacciari se las arreglaron
con notable competencia al frente del Imperio Romano o de la alcaldía de
Venecia. De hecho, el progreso de la fórmula democrática ha ido haciendo el
Estado cada vez más abstracto, es decir, más necesitado de comprensión enseñada
y reflexiva: primero se basó en la religión obligatoria y el derecho divino de
los monarcas, luego en el culto a la identidad nacional como religión civil,
ahora más bien en las leyes constitucionales afirmadas en los derechos humanos.
Por supuesto, todavía vuelven a la carga periódicamente los partidarios de las
fórmulas atávicas, que por emotivas son más fácilmente asumibles desde la
ignorancia (el populismo, ya saben, esa democracia para áridos mentales) y por
tanto hoy en esta hora menguada de la República son más necesarios que nunca, si
no los intelectuales en política, por lo menos el ethos intelectual en el
discurso público y social. Sin embargo, la lección de la experiencia a menudo
es negativa en lo personal, y los intelectuales íntegros que se han aventurado
a dar el paso han retornado siempre, como el precursor Platón, afligidos de
Siracusa…
“La
libertad es el continuo histórico, lo demás son paréntesis”
Pedro R. Garcia M.
pgpgarcia5@gmail.com
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