Hay una escena que veo con dolor todos los
días: la del pocotón de gente haciendo colas en las cercanías del abasto
Bicentenario.
Llueva o haga sol, uno los
ve, pobrecitos, esperando que el miliciano gordinflón y bien mayorcito de edad
decida abrir el brete por donde canaliza la cola para comprar la harina Pan, el
aceite, la leche en polvo, o lo que la “magnanimidad” oficial haya decidido
proveer ese día. Y pensar que hace unos
pocos años, a ti te parecía poco creíble cuando alguien que había regresado de
Cuba te contaba que la gente salía (todavía sale) con una bolsa plástica vacía
en el bolsillo para, al apenas ver una cola, meterse en ella y tener donde
guardar lo que iba a conseguir, sin saber siquiera qué era lo que iba a obtener. Y sin saber si lo iba a lograr, porque
probablemente, al rato un miliciano —menos rechoncho y entrado en años que el
nuestro— iba a informar que se había
acabado lo que la chochocracia cubana y sus cómplices venezolanos nos habían sustraído
para venderlo allá.
Hoy estamos igualitos que eso que el finado
difunto que se murió llamó, con hipérbole, “la isla de la felicidad”. ¡Ah, pero con un plus! Allá, la tarjeta con la que se limita los
productos que pueden ser comprados sigue siendo un cuadernito con tapas de
cartulina, mientras que la de aquí va a ser digitalizada. O sea, “Racionamiento 2.0”. Y asesorada por el CNE y la eterna Tibisay, a
quien los rojos no quieren relevar a pesar del fin de su período, porque les ha
resultado buenísima en eso de garantizar éxitos al oficialismo y en hacerse la
loca para pedir partidas de nacimiento.
Y, al igual que en Cuba, los jerarcas del
régimen, de Platanote para abajo, recitan los mismos versos justificatorios
para tratar de ocultar su incapacidad y su corrupta rapacidad. La culpa es del imperio maluco, de los especuladores
despiadados, de los escuálidos disfrazados de empresarios, de los enemigos
saboteadores. De todo el mundo, excepto
ellos. Uno de los ejemplos más recientes
de esa mojiganga es lo que ha declarado varias veces el “perpicaz” superintendente
de Precios Injustos. Según él, luego de
reiterar que las medidas de “control biométrico” no son para establecer un
racionamiento, sino para evitar el “sabotaje para culpar al gobierno de las
colas”. ¡Necio, no mires las colas de
adentro —que son más la consecuencia de la nefasta Ley del Trabajo, que incita
al ausentismo laboral, que culpa de la gerencia! ¡Mira las de afuera, que son quince y veinte
veces más grandes! Y que son causadas
por el raquítico suministro que ustedes hacen de los productos. Porque, en su intento de igualar por debajo a
todos, arruinaron ex profeso, a los productores nacionales y a las
comercializadoras grandes pero no fueron capaces de igualarlos en eficiencia. No se percataron de lo que explicaba Pero
Grullo: “quien mucho abarca, poco aprieta”.
¿Cuántas horas-hombre se han perdido en las
colas? Unos, haciéndolas, y otros,
vigilándolas. La mamá a la que le tocar
hacer una larga fila para comprar pañales —con el agravio añadido de tener que
llevar la partida de nacimiento del hijo para probar que no es una
acaparadora—, ¿no estaría cumpliendo un mejor papel si estuviese al lado de ese
niño, queriéndolo y enseñándole cosas nuevas?
En todo caso, no conozco un país civilizado
(ni uno incivilizado, aparte de Cuba y nosotros) que deba racionar —que no
racionalizar— las compras de alimentos.
Ni de nada. ¿Habrá algo más
criminal que eso de no permitir que las farmacias tengan toda la gama de
medicamentos requeridos para mejorar la salud?
La actitud de los consumidores no se debe a afanes especulativos, ni de
acaparamiento insensato, sino a mera precaución porque, ¿y si no vuelve? En mi caso, una pastilla que tomo hace como treinta
años está desaparecida de las farmacias, droguerías y boticas desde hace más de
tres meses. No me voy a morir si no me
la tomo, pero sí va a condicionar mi vida con posibles dolencias. Que quede bien claro, cuando aparezca, si es
que aparece, no voy a comprar una cajita; ¡voy a comprar todas las que
pueda! Pero hay casos peores, como los
oncológicos, donde la disciplina en los tratamientos es esencial. Y se ve condicionada por la escasez de drogas
antineoplásicas. ¡Eso sí es criminal, bobo! Si puedes trata de que el “avispado” de tu
jefe lo entienda. Es más, llévale de
regalo el letrerito que tenía Clinton sobre el escritorio. Pero debidamente traducido porque el
nortesantandereano es duro para los idiomas.
Que diga: “¡Es la economía, estúpido!”
Pero que no te lo va a aceptar. Porque la tarjeta de racionamiento, además de
tratar de hacer rendir los productos que escasean debido a la incuria, la
corrupción y el paterrolismo oficiales, es un excelente instrumento de control
y coacción sociales. Porque ahí sí que
es verdad que el monopolio de todos los productos de la dieta humana estarán en
manos del régimen. Por eso, es que todos
los venezolanos (sin importar cómo se piensa en política) debemos oponernos al
intento de racionamiento electrónico (o de cualquier otro tipo). Eso no pasa de ser otra imposición de los
colonizadores cubanos. Lo que quieren es
que nosotros nos abstengamos de comer, y que Nikolai, ¡tan aventajado alumno en
la escuela comunista donde estudió!, les siga mandando todo lo que nos quita de
la boca a nosotros.
Lo que me hace recordar algo que, muy
acertadamente, explicó Forrest Gump: “estúpido es quien comete estupideces…”
Humberto Seijas Pittaluga
hacheseijaspe@gmail.com
@seijaspitt
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