“Aprenda
a amar sus derrotas, Marcus, pues son las que lo construirán. Son sus derrotas
las que darán sabor a sus victorias” Joël Dicker
Finalmente,
y contra toda esperanza, el reloj siguió marcando las horas, Dios no recordó a
tiempo que era argentino, y doña Cristina y su valido, el Bambino Kiciloff,
hicieron caer al país nuevamente en default, ya declarado por todas las
agencias calificadoras y por las asociaciones de tenedores particulares de
bonos que, unánimemente, activaron el pago de los seguros contratados para
cubrir ese innegable riesgo de nuestra economía, comandada por aprendices de
brujos fracasados.
Por
supuesto, hubo en la Casa Rosada una fiesta comparable a la que organizó el
Congreso para aplaudir a Adolfo Rodríguez Saa, cuanto declaró en diciembre de
2001 que la Argentina no pagaría sus deudas, y el patrioterismo y el falso
nacionalismo dieron el insólito presente para celebrar que la cuenta de esa fiesta,
como siempre, la pagaremos todos en más inflación, menos inversión, menos
trabajo, más pobreza, más indigencia, menos salud, menos vivienda, peor
infraestructura, más atraso y más marginación.
Pero,
ya que no hay pan, que al menos haya circo: los afiches con que fueron
empapeladas las paredes de Buenos Aires (antes Braden o Perón, hoy Cristina o
Griesa) sirvieron para eso. Que las encuestas hablen del crecimiento de la
imagen positiva de la Presidente dice mucho acerca de la educación: si la mitad
de los jóvenes no comprenden lo que leen, mal podrán entender, a priori, cuánto
afectará su propia vida algo tan lejano como la renovada cesación de pagos
nacional.
Contra
lo que se podría esperar, no hablaré más, al menos por esta semana, de los detalles
del proceso que enfrenta a la Argentina con los llamados “fondos buitres”, ya
que de ello se han ocupado en demasía todos los periodistas y expertos; en
cambio, volveré sobre la increíble evolución -¿o debería decir involución?- de
nuestra economía y nuestra sociedad durante una década -de once años- que se
caracterizó por precios inimaginables para nuestros productos exportables y por
una presión impositiva inédita por estas pampas.
Juan
José Llach, en una fantástica columna que publicó el viernes La Nación, hizo un
somero inventario comparativo del mal desempeño kirchnerista en esas materias,
que revela la falsedad del “relato”. Reproduciré aquí uno de sus párrafos: “El
PBI por habitante de la Argentina creció apenas 1,9% en los últimos quince años,
menos que los de Perú (4,1), Chile (2,9), Uruguay, (2,5), Colombia (2,3) y
Brasil (2,1). Tenemos hoy la segunda mayor inflación entre 191 países, detrás
de Venezuela, y un alto riesgo soberano que encarece el crédito y merma la
inversión. Hay crecientes falencias en la productividad y en la competitividad,
con pobre desempeño de las cantidades exportadas. La inversión de los últimos
diez años promedió un pobrísimo 18% del PBI, y en la inversión extranjera
estamos en el noveno lugar per cápita en la región, detrás de Brasil, México,
Chile, Colombia, Costa Rica, Panamá, Perú y Uruguay. La herencia fiscal será
más gravosa aún por la pobre productividad del sector público que por los
niveles de presión tributaria y gasto público, 36,4% y 40,5% del PBI, muy cercanos
a los de los países desarrollados. Es mala la composición del gasto, hay
enormes e insostenibles subsidios a sectores pudientes y claros excesos de
empleo público, se destruyó la carrera del funcionario público reemplazándola
por un burdo amiguismo y es baja la eficacia de la inversión en sectores clave
como la educación, la justicia o la seguridad. En pareja línea, los impuestos
que cada año castigan la producción y las exportaciones marcan un récord
mundial de 7,7% del PBI, unos 45.000 millones de dólares. Cierto, aun con
errores, ha habido logros en salud, en políticas sociales como la asignación
por hijo y la alta cobertura de jubilaciones y pensiones y en ciencia y
tecnología. Pero, a su pesar, no se redujeron sosteniblemente ni la exclusión ni
la pobreza estructural, y la mejora de la distribución del ingreso fue muy
pequeña”.
Quien
haya tenido la paciencia –o el masoquismo- de leer mis notas hasta la fecha,
recordará cuánto he despotricado, durante casi diez años, contra la forma de
hacer política de los Kirchner, y cuánto los he acusado de genocidio, porque
aquí la monstruosa corrupción aparejada ya reviste las características que
definen ese crimen contra la humanidad en el Tratado de Roma.
Cuando
la investigación histórica de esta década llegue hasta el hueso, sabremos
finalmente cuánto hemos pagado los argentinos –en vidas, en salud, en vivienda,
en educación, en justicia- para enriquecer las faltriqueras de quienes nos han
gobernado. Han comenzado a correr rumores que señalan que ya se han puesto en
marcha acciones de algunos acreedores de nuestro país tendientes a descubrir
fortunas, encabezados por la de doña Cristina y sus hijos, provenientes de la
corrupción y, entonces, pertenecientes al Estado, que serían susceptibles de
ser embargadas y ejecutadas, como ya ha sucedido en el pasado con algún
dictador congoleño.
En
materia social, la herencia kirchnerista estará marcada por una fractura y una
grieta sólo comparables, en dimensión, con las que generaron las guerras
civiles del siglo XIX y con la que protagonizaron el peronismo y los
antiperonistas desde 1955; que esta última haya terminado con los balazos y
bombazos de los “jóvenes idealistas” en los 70’s, no deja de ser un mal
antecedente, en especial porque quienes pretenden reivindicar la validez de esa
forma criminal de hacer política son los mismos que hoy se encuentran en el
poder y que, estoy seguro, estarán dispuestos a vender caras su libertad y sus
fortunas mal habidas.
En
fin, más allá de la épica con que la Casa Rosada pretende maquillar la nefasta
realidad, y salvo que se produzca uno de esos milagros tan escasos en el tercer
milenio, el tren de la Argentina se encamina, otra vez, a un túnel oscuro; los
opositores, como siempre, prefieren viajar sin dar muestras de preocuparse por
las decisiones de quienes lo conducen, esperando que un nuevo desastre
ferroviario, sin esfuerzo propio, lleve el agua a sus propios molinos.
Triste
final para una época que nos hubiera permitido cerrar, aunque fuera
parcialmente, el abismo que nos separa de las principales naciones del mundo,
que han descubierto que, en el siglo XXI, será el conocimiento el que marque
las diferencias. Y debo señalar que no se trata de ideologías, ya que Ecuador,
bajo la presidencia del más que criticable Correa, lo ha entendido así y está
realizando ingentes esfuerzos para superar una situación social que, en su
origen, era mucho peor que la nuestra.
Enrique
Guillermo Avogadro
ega1avogadro@gmail.com
@egavogadro
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