El
presidente Juan Manuel Santos ha llevado a algunas víctimas a La Habana para
que se reconcilien con sus verdugos. La idea detrás de la ceremonia se origina
en las terapias sicológicas. Es una extensión de los procesos de sanación de
las parejas en las que se produce un agravio severo. Quien cometió la falta
asume la culpa, se arrepiente, y la víctima perdona. A partir de ese punto
retoman la relación y, poco a poco, se restauran los vínculos emocionales. Sin
ese proceso es difícil la recuperación de la confianza en el otro.
El
problema de ese modelo de terapia es que sólo funciona entre individuos, no
colectivamente. Es probable que las víctimas realmente perdonen, porque se
liberan de la angustia que producen el odio y el deseo de venganza. No
obstante, es muy raro, casi inexistente, el arrepentimiento de quienes cometen
crímenes contra “enemigos de clase” mientras luchan por causas que a ellos les
parecen justas.
El
Che Guevara lo expresó en una frase sincera y elocuente: “El odio como factor
de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las
limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta,
selectiva y fría máquina de matar”.
¿Se imagina alguien a Guevara o a Stalin avergonzados y contritos por sus asesinatos? ¿O a Hitler, Mussolini, Franco, Pinochet o Videla? ¿Puede alguien creer que Tiro Fijo o Mono Jojoy estarían dispuestos a arrepentirse de sus crímenes “revolucionarios”? ¿Lo está Timoshenko, el actual jefe de las FARC?
La
Habana tampoco es el lugar ideal para intentar la reconciliación. La Isla no
es, precisamente, el cantón de Basilea. ¿Se arrepienten los anfitriones cubanos
de los miles de fusilados, de la persecución a los homosexuales, de los actos
de repudio? ¿Se arrepienten Fidel y Raúl Castro de haber hundido un barco
cargado de refugiados en el que se ahogaron dos docenas de niños, o del derribo
sobre aguas internacionales de dos avionetas desarmadas que auxiliaban
balseros? ¿Se arrepienten de la muerte de Oswaldo Payá y de Harold Cepero?
Los
tupamaros, los montoneros, los escuadrones de la muerte de la derecha asesina,
las narcoguerrilas comunistas de las FARC y los narcoparamilitares que los
combatían, todos esos grupos violentos y delirantes, a la derecha y a la
izquierda, no creen que tienen nada de qué arrepentirse. Están llenos de
justificaciones y coartadas ideológicas y políticas.
Hace
años, intrigado por esa falta de empatía, le pregunté a una persona que había
“ejecutado” a trece enemigos políticos si sentía algún remordimiento. Paradójicamente,
era un hombre bueno y tierno en el ámbito familiar. Incluso, era tímido y
compasivo. Los había matado unas veces por medio de atentados y otras en
balaceras provocadas por los otros. Eran crímenes políticos. Me miró con
asombro y me respondió sin la menor vacilación: “sí, me remuerde la conciencia
por todos los que se me escaparon”. Y luego procedió a relatarme varios
intentos fallidos de quitarles la vida a otros pistoleros violentos.
No se puede creer en estos procesos colectivos de reconciliación. Suelen ser una farsa. A mi juicio, las narcoguerrillas comunistas de las FARC están dispuestas a abandonar las armas, pero sólo para tratar de llegar al gobierno por la vía chavista de un proceso electoral. No han renunciado a conquistar el poder ni a crear una dictadura colectivista, sino al método hasta ahora empleado. Realmente, no piden perdón. Juegan a ello. (París, ya se sabe, bien vale una misa).
Con
cien o docientos millones de dólares que les proporcionen el narcotráfico, más
lo que aporte Venezuela, y agazapados tras el mascarón de proa de un rostro
izquierdista potable, como hicieron los comunista en El Salvador escudados tras
Mauricio Funes, van a tratar de llegar a la Casa de Nariño “legalmente”,
aprovechando las divisiones y la debilidad de los grupos democráticos. Una vez
ocupada la poltrona comenzaría la fiesta clientelista y prebendaria hasta
reclutar a una precaria mayoría y con ella desmantelar totalmente los
fundamentos de la República.
Santos
lo sabe, pero su objetivo, como el de
media Colombia, es terminar la guerra a cualquier precio. Veremos si luego los
colombianos consiguen mantener las libertades y ganar la partida. Ojalá que
“estalle la paz”, pero que ése no sea el inicio de otra expresión del horror.
Carlos
Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
@CarlosAMontaner
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