Pareciera que aún no estamos convencidos de las bondades de la democracia, la igualdad ante la ley, la separación e independencia de los poderes y el control de los actos públicos
Un país,
cualquier país, organizado jurídicamente o mejor, una nación asentada en un
territorio en particular, por ejemplo la venezolana, colombiana o salvadoreña
para mantenerse en entidad nacional y preservar aquellos recuerdos, valores,
paisajes, sabores e historia compartida construida generación tras generación,
enriquecida con la evolución natural de la humanidad, necesita la seguridad de
su continuidad.
Seguridad no solo
referida a la integridad física y moral del individuo, sino la de saberse
ciudadano, perteneciente a la civitas; sujeto a derechos y deberes políticos y
civiles garantizados por una unidad administrativa encargada de preservarlos, a
la cual se le ha depositado la confianza y los propios derechos individuales en
función de la convivencia, que otorga el saberse protegido por un ente
superior, con la “autoritas” por todos aceptada.
Quizá sea la única razón de existir de esa entelequia llamada Estado, que no es más que una organización política administrativa gerenciada por un gobierno, elegido de conformidad con un cuerpo de normas según las cuales todos somos iguales ante la ley, sin primus inter pares. Eso, es la democracia. Otra forma de gobierno es tiranía.
Lo primero es
decidir cual forma de gobierno desea darse a nación; la democracia con todas
sus carencias pero perfectible o la dictadura en las cuales una parcela de la
sociedad se sitúa por encima del resto. Ejemplos hay muchos de la antigüedad
pero también contemporáneos. Por ejemplo los faraones egipcios, las monarquías
absolutas del Medioevo, Fidel Castro, la antigua nomenclatura soviética, el
régimen de Irán, Corea del Norte, Zimbawe, Somalia (aunque este es un estado
fallido). A la par observamos sociedades democráticas donde el ciudadano ejerce
el control por diversos medios, como Canadá, Estados Unidos, Chile, Francia,
Alemania, Colombia, Costa Rica, o monarquías constitucionales como España,
Inglaterra, Suecia, Dinamarca, Holanda, en las cuales el poder reside en el
pueblo y los monarcas meros representantes de la unidad nacional, Jefes de
Estado y no de gobierno, pero ese es otro asunto.
Para el caso que nos ocupa, nuestras democracias representativas se encuentran actualmente sometidas a embates de identidad. Pareciera que aún no estamos convencidos de las bondades de la democracia, la igualdad ante la ley, la separación e independencia de los poderes públicos y el control de los actos públicos; valga decir, transparencia y rendición de cuentas de los administradores ante los administrados para obtener la legitimidad de sus actos, que hasta los españoles apreciaban en la época colonial con los juicios de regencia.
Los partidos, el
gobernante, suplanta la soberanía popular, han dejado de ser intermediarios
entre el electorado y el gobierno, han dejado de ser la voz del elector para
convertirse en la voz del buró político del partido o del grupo de
influencia al cual se pertenece. Lo importante es el poder porque
garantiza influencias, prebendas, contratos y vanidades. Si se es de izquierda
fundamentalista se trata de excluir a la otra parte o reducirla a su mínima
expresión. Si por el contrario se está situado en una posición reaccionaria,
excluyente por razones de origen, situación económica, color o religión, se
trata de no compartir privilegios y derechos para conservarlos para la parcela
que representan. Los dos casos son, en su esencia, antidemocráticos con franca
vocación a sutiles formas de dictaduras, a veces no tan sutiles.
Venezuela, por
ejemplo, al igual que El Salvador, es una república sustentada en la separación
de los poderes públicos bajo el sistema del equilibrio y control de ellos entre
sí. El Ejecutivo administra, el Legislativo legisla y el Judicial aplica la
ley. Esto de manera elemental y simplificada; en realidad es un entramado de
pesos y contrapesos, poderes fácticos que se vigilan y controlan para evitar la
tiranía.
No obstante, se está produciendo un fenómeno de tentación autoritaria
en los países miembros del ALBA que mueve a preocupación como en la propia
Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Bolivia y de alguna manera en Argentina. Es la
pretensión del poder ejecutivo por absorber al resto de los poderes.
Comienzan
por dominar el legislativo y desde allí, al codiciado poder judicial, en
particular a la Sala Constitucional, la encargada de velar por la recta
interpretación y aplicación de la Constitución y las leyes. Se trata, en el
fondo, de la desaparición del Estado de Derecho tal como lo conocemos, para ser
sustituido por una democracia dirigida, que no es más que una variante de
tiranía con visos de formalidad democrática. Es, a todas luces, un retroceso
ante la historia, o un no haber llegado hasta donde se debía llegar.
Juan Jose Monsant Aristimuño
jjmonsant@gmail.com
@jjmonsant
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