Llueve
torrencialmente sobre los Altos Mirandinos.
El aire seco y
polvoriento del verano se ha limpiado con los primeros palos de agua.
Resplandece cristalino mientras el verde amarillento de las montañas comienza a
teñirse de azul.
En la copa de un lánguido yagrumo, colgada y
empapada, una pereza mastica lentamente cogollos tiernos. Lleva aferrado al
vientre su cachorro mínimo.
Es la Venezuela
que amo, pura y atemporal.
Salgo hacia
Caracas, a sólo 20 kilómetros.
Al inicio de la
carretera de La Mariposa el gobierno, interesadamente permisivo, ha hecho la
vista gorda a las invasiones. Decenas de ranchos de lata lucen en sus frentes
pancartas con la efigie del líder inmortal, el mejor pasaporte para evitar
sanciones.
Junto a ellos, un
camioncito de Mercal vende productos subsidiados a una larga cola de ciudadanos
que espera pacientemente bajo la lluvia, cubriéndose con bolsas de plástico. El
agua barrosa corre a sus pies.
A medida que
avanzo, los cráteres lunares del pavimento se tornan peligrosos. Cubiertos de
líquido son difícilmente detectables. Esquivo unos para caer en otros. Sufro
por mi tren delantero.
Como la Alcaldía roja no recoge la basura ni
instala contenedores donde botarla, la vía que atraviesa ese tramo de selva nublada
se ha transformado en un largo depósito de detritus.
En sólo diez
minutos de recorrido, el contacto con la realidad ya ha comenzado a deprimirme.
Frente al hermoso
paisaje lacustre del embalse, el Estado construye a la carrera cercas kistch de
falsos troncos de cemento y muros adornados con los colores primarios patrios.
Pronto inaugurarán algo que servirá de propaganda por unos días. Lo demás no
importa.
Poco después llego a lo que debería ser la
Planta de Transferencia de Basura de Las Mayas, instalada hace pocos años con
bombos y platillos.
La pretensiosa
arquitectura del vertedero ha colapsado. Los techos metálicos cuelgan
dislocados de la estructura mientras las retroexcavadoras trepan cual insectos
sobre una mega pirámide de restos
urbanos. El olor es nauseabundo. Del otro lado de la calle, en medio de una
nube de moscas, algunas personas desayunan, sentadas frente a mesas de plástico
dispuestas ante quioscos tristes. Risas y música. El piso es un lodazal.
Pocos metros más
allá, tres muchachos de torso descubierto cargan sobre un camión colchones
destripados y manchados por todo lo imaginable.
Llego a Caracas
y, después de una tediosa cola, a Los Próceres, el cursi homenaje al
militarismo construido por Pérez Jiménez e impecablemente cuidado por el
chavismo.
Debo hacer un
trámite de vehículo en las oficinas ubicadas en el Inst. de Previsión de las
FFAA. Nada menos.
Una hora dando vueltas por el estacionamiento
lleno.
Sigue lloviendo,
consigo un puesto, corro al edificio. Rodeado de uniformes, charreteras y
condecoraciones de héroes de opereta llego al mostrador. Se percibe un ambiente
festivo. Una señora me pregunta que deseo. Le explico. Me responde sí, aquí es,
pero no podemos hacer ese trámite. ¿Por qué?, pregunto. Porque no hay papel, responde
lacónicamente.
¿Qué no hay
papel?, vuelvo a preguntar incrédulo. No, no hay y no sabemos cuándo llegará.
Deme su nombre y lo anotamos en una lista de espera, ordena.
Bueno, pero por
lo menos podré renovar la licencia de conducir…
Tampoco podemos ayudarlo
en eso, me dice. Y agrega: no hay plástico.
Sigue lloviendo
cuando me monto en mi camioneta mentando madre.
German Cabrera
german_cabrera_t@yahoo.es
@germancabrerat
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