Las
polémicas políticas siempre suelen girar en torno al tema de si el gobierno X
es un "buen" o un "mal" gobierno, y –generalmente- los
criterios clasificatorios se establecen mediante mecanismos comparativos
tomando como referencia gobiernos anteriores.
La
concepción popular –según hemos hecho notar en otras ocasiones- se inclina por
considerar "buen gobierno" a aquel del cual un mayor número de
personas recibe más beneficios materiales. Este, puede decirse, es el criterio
más extendido –al menos en Latinoamérica- y sobre el que se sustentan –entre
otros- los populismos de la región.
Sin
quizás llegar a los extremos en los que han caído los regímenes populistas
sudamericanos, incluso hasta en los EEUU la idea de un gobierno benefactor
ilimitado parece haber encontrado cabida en los últimos tiempos. Sin embargo,
ha de dejarse constancia que no siempre fue así, y decididamente no lo fue en
la etapa fundadora del país del norte, donde la idea prevaleciente era la
opuesta, la del gobierno limitado:
"Esta
concepción del gobierno limitado y del derecho a la sublevación se encuentra
inserto en el Acta de la Independencia estadounidense de la que vale la pena
reproducir la parte pertinente debido a que, a partir del 4 de julio de 1776,
se inicia el experimento que es considerado el que más se ha acercado al ideal
de liberalismo, aunque no se haya podido mantener al gobierno dentro de la
esfera de poderes limitados a la protección de los derechos, y aunque la
extralimitación no haya conducido al ejercicio del derecho a la sublevación. Y
aunque las extralimitaciones hayan sido, sin duda, mucho mayores que el aumento
de los impuestos al té, establecidos por Jorge III, especialmente si
consideramos casos como el de los dos gobiernos más populares de este siglo en
Estados Unidos: el de F. D. Roosevelt y el de Kennedy.
En el acta de la
independencia se lee que "Cuando cualquier forma de gobierno se convierte
en destructiva para este fin [la protección de derechos], es el derecho del
pueblo de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno sobre la base de
aquellos principios y formas de organización de los poderes a los efectos de
proteger su seguridad y felicidad. La prudencia dictará que los gobiernos
establecidos durante largo tiempo no sean cambiados por motivos transitorios;
la experiencia demuestra que la humanidad está más dispuesta a sufrir aquellos
males que son soportables en lugar de recurrir a su derecho de abolir el
gobierno. Pero cuando se trata de la reincidencia en los abusos y usurpaciones
que tienden al objetivo de reducirlos bajo el poder del despotismo absoluto, es
su derecho, es su obligación, de deponer ese gobierno y proveer de nuevos
guardianes para la seguridad futura"."[1]
A la luz de las recientes experiencias
políticas mundiales y sobre todo –insistimos- americanas (tanto en el Norte
como en el Sur), el pensamiento expuesto anteriormente en la cita, parece
haberse revertido casi por completo. Da la impresión como que se ha operado un
cambio cultural, por el cual se ve al gobierno como un medio para la violación
de los derechos ajenos en salvaguarda de los propios, y es cuando los gobiernos
ya no pueden cumplir con este propósito deseado por sus gobernados, cuando
comienzan a colapsar y se busca entonces su reemplazo por otros, para que viole
los derechos de unos en beneficio de los anteriores, pero esta vez en un
sentido contrario al del depuesto o reemplazado por vías democráticas. Por lo
menos, esta es -a no dudarlo- la filosofía que inspira a los populismos
latinoamericanos.
Se ha dejado mayoritariamente de pensar en la protección de
los derechos de las personas como un objetivo alcanzable para todos, para pasar
a creerse que -en un juego de suma cero- sólo es posible proteger los derechos
de unos sacrificando los derechos de los demás, y en función de este propósito
se pone en manos del gobierno operar en consecuencia.
Como
bien ha enseñado la Escuela del Public Chioce, encabezada por James Buchanan y
Gordon Tullock, los políticos participan de la misma idea expuesta en último
término, y toda su actuación pública apunta, si bien bajo formas diversas y
poses altruistas, a beneficiarse a si mismos en desmedro de sus electores.
Sobre
los peligros que todo esto representa, ya nos había alertado prematuramente
Hayek, cuando nos advirtió:
"Sólo
podemos contar con un acuerdo voluntario para guiar la acción del Estado cuando
ésta se limita a las esferas en que el acuerdo existe. Pero no sólo cuando el
Estado emprende una acción directa en campos donde no existe tal acuerdo es
cuando se ve obligado a suprimir la libertad individual. Por desgracia, no
podemos extender indefinidamente la esfera de la acción común y mantener, sin
embargo, la libertad de cada individuo en su propia esfera. Cuando el sector
comunal, en el que el Estado domina todos los medios, llega a sobrepasar una
cierta proporción de la totalidad, los efectos de sus acciones dominan el
sistema entero. Si el Estado domina directamente el uso de una gran parte de
los recursos disponibles, los efectos de sus decisiones sobre el resto del
sistema económico se hacen tan grandes, que indirectamente lo domina casi todo.
Donde, como aconteció, por ejemplo, en Alemania ya desde 1928, las autoridades
centrales y locales dominan directamente el uso de más de la mitad de la renta
nacional (según una estimación oficial alemana de entonces, el 53 por 100),
dominan indirectamente casi la vida económica entera de la nación. Apenas hay
entonces un fin individual que para su logro no dependa de la acción del
Estado, y la «escala social de valores» que guía la acción del Estado tiene que
abarcar prácticamente todos los fines individuales."[2]
Lamentablemente,
muchos pueblos, en el curso de la historia, han alentado este crecimiento
descomunal de los gobiernos a limitas que luego se tornaron prácticamente
inmanejables.
Gabriel Boragina
gabriel.boragina@gmail.com
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