viernes, 4 de julio de 2014

ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA, LA CONSTITUYENTE

            Obviamente adversé la llamada constituyente, me opuse a ella con mis escasas fuerzas y voté contra ella, así un país desquiciado, veleidoso y bordeando la estupidez, sin entender una pizca de lo que se jugaba, saliera alborotado a darle su aprobación. Aquella vez ni siquiera convencí a familiares cercanos de votar en contra: votar por la constituyente era como ir al Brasil – una desviación psicopatológica que por fortuna comienza a desvanecerse sin haber encontrado aún un reemplazo plausible – o jugarse la vida por ganar un Miss universo. La oligofrenia habitual en la tontería del patio.

            No soy constitucionalista, pero en mis afanes por enterarme de la historia del país que escogí como propio y en el que no nací por caprichos del azar, había tratado de entender por qué Inglaterra se había mantenido incólume en su proverbial vocación institucionalista sin tener ni siquiera una sola constitución y los norteamericanos habían construido la Nación más poderosa y disciplinada del planeta con una sola de ellas, enriquecida con las enmiendas que consideraron oportunas. Con estricta economía de leyes escritas y un acerbo de leyes internalizadas en el ciudadano.

            Porque, a pesar del constitucionalismo irredento del subdesarrollo de países campamentos como los nuestros, las constituciones son camisas de fuerza: no curan las demencias, atan los brazos. Hacen descansar en formalismos jurídicos lo que no han sido capaces de inocular en las conciencias y creen que con un buen maquillaje de leyes el cadáver de nuestra incultura florecerá como por arte de magia. De allí los extremos: el país más democrático del Hemisferio, como lo reconociera en los orígenes de su democracia el pensador y diplomático francés Alexis de Tocqueville, los Estados Unidos de América se ha bastado con una sola, mientras el menos democrático al día de hoy, con la excepción de Cuba, que la gobierna a distancia, rebajado a dictadura y satrapía, ha tenido 26 constituciones. ¿De qué nos sirvieron, si en justo reconocimiento de la verdad sólo una ha sido verdaderamente efectiva, eficiente y digna de tal nombre – Magna Carta -, la de 1961? Y su eficacia y discreción le pareció a los venezolanos tan insoportable, que hubo que sacarla a patadas militaroides, caudillescas y dictatoriales del camino. Ante el jolgorio de una aplastante mayoría de desquiciados. Porque sólo un desquiciado puede querer asesinar lo que le ha hecho tanto bien, como hiciera la constitución que uno de sus redactores no tuvo el coraje de defender ante la infamia de quien la deshonró pública y notoriamente ahorcándola con su imprudente verborrea.

            Toda constitución es letra muerta, “una bicha”, si sus principios y valores no están asentados en el corazón – y en los cerebros, si los tienen - de los ciudadanos que deben acatarla. Pero sobre todo: si una constitución es invocada para resolver torceduras congénitas, como guillotina de contrarios, aspiradora de estropicios y remiendo de iniquidades, está condenada a no ser tomada en serio. A ser burlada, violada o, mucho peor, usada como instrumento de persecución, retaliación y pretexto de ignominias, robos, abusos, crímenes y estupros, como sucediera con esta malhadada “mejor constitución del mundo”. La mayor violencia jamás ejecutada en Venezuela, los mayores desfalcos y saqueos de bienes públicos nunca antes vistos en América Latina y puede que en el mundo entero, la desaparición de toda justicia y toda contraloría sucedieron amparados en la Constitución en mala hora parida por nuestros Constituyentes. Fue la mampara rosada de las peores iniquidades.

Bastaría el ejemplo de esta leguleya inmundicia del golpismo – así en su momento haya sido preñada por constitucionalistas de origen cuartorepublicano que nos la vendieron como la panacea universal y hoy andan quejándose por las esquinas como perros apaleados - y el espejo constitucional que parieran para comprender que las constituyentes son una pérfida trampa, si empleadas como garrotes, o aviesos señuelos, si sirven al asalto del Poder Total. Por cierto, y es hora de comprenderlo: han sido parte de la estrategia del neocastrismo totalitario que hoy invade a la región e incluso a España: en Chile la Sra. Bachelet, en España el Sr. Iglesias pretenden su contrabando. Un ataque artero y avieso, pues ambos países han estado perfectamente encaminados, han progresado, se han zafado las taras, virosis y malacostumbres con singular éxito. Pero, por lo visto, el éxito incomoda en América Latina. Como decía el maestro de Giordani, Antonio Gramsci: “sólo tú, estupidez, eres eterna”.

Las Constituciones, en un país serio, regulan, no reparan; ponen cimientos, no techumbres; reafirman, no imponen. Son el gran edificio de la civilidad: mientras más transparente y menos necesario, mejor. Al hombre no hay que perseguirlo recordándole a diario que no es una bestia de rapiña, sino un ser civilizado. El ciudadano que lo es por nacimiento y tradición no requiere andar consultando la Carta Magna para saber lo que está emocional, consustancial, cívicamente obligado a realizar desde que se acuesta hasta que se levanta. Todo lo demás es cuento.

Es mi opinión y puede que incomode a nuestros mejores aliados en la lucha por la Resistencia y la Libertad. Salgamos de esta inmundicia con decoro, con firmeza, con temple. Restablezcamos la soberanía y la majestad de nuestras instituciones. Venzamos la ignominia, la incultura, la incuria de ese medio país que nada en su terrible indigencia intelectual y moral. Y obliguemos a nuestros compañeros de ruta a unirse al esfuerzo por salir de esta lacra que nos abruma. Luego hagamos las leyes. Poner la carreta delante de los bueyes sólo conduce a frustraciones históricas.

Antonio Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
‏@Sangarccs

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