Los seres humanos jugamos y jugamos hasta que un
día dejamos de jugar. Tan fatídico cambio viene inscrito en nuestros genes, en
la necesidad biológica que tuvieron nuestros antepasados prehistóricos de
dejarse de bromas y encargarse de las tareas de supervivencia que iban
consumiendo a los progenitores, cansados o muertos, de la especie. Este cambio
súbito adquiriría con el tiempo un nombre antipático: trabajo. El juego, en
todo caso, se inscribe desde su origen en la paradoja, porque pocas cosas hay
más serias en la vida. Todos recordamos con lástima a algún tramposito que
quiso saltarse las reglas. Vaya a saberse si posteriores malandros, como los de
Interbolsa, no empezaron por alterar los dados en una partida de cacho.
Jugar casi por definición implica competir, así sea
con uno mismo, de suerte que la relación entre el juego y la violencia también
es muy antigua. De hecho, en los juegos de muchas civilizaciones —dígase los
que se celebraban en el coliseo romano o en los estadios de pelota mayas— los
que se divertían eran los emperadores, los reyes o los caciques; los jugadores
no, pues corrían el riesgo de perder la vida. La excepción fueron, como de
costumbre, los griegos, que si no inventaron la idea de que se puede jugar y
competir sin matarse, sí la llevaron a un nivel antes desconocido. Esta
tradición, como tantas de las inventadas por ese pueblo premonitorio, tan sólo
vendría a florecer dos mil quinientos años después.
El deporte nació como una actividad para amantes
—de ahí la palabra amateur—, pero el siglo XX lo profesionalizó y convirtió sus
versiones más notorias en campeonatos sistemáticos e hipercompetitivos.
Divertirse lo que se dice divertirse, en los deportes actuales se divierte, no
sin mucha taquicardia, el público. Lo demás se ha vuelto frío, estratégico,
militar y está inundado y deformado por raudales de dinero. ¿Quiere que su hijo
sea profesional? Mírese al espejo y decida si tiene un hígado de hierro. Aunque
existe una probabilidad en extremo baja de que el talentoso muchacho se vuelva multimillonario,
no crea ni por un instante que el proceso va a ser divertido. Pronto lo que él
hacía con tanta gracia dejará de ser un juego y se convertirá en un trabajo
agotador. Claro, si se da, ese destino es preferible al de secretario de un
juzgado.
La conversión del deporte en una gran industria
desterró de él toda inocencia y trajo a la palestra los líos típicos del mundo
de los negocios. Lo que pasó con Luis Suárez no fue ningún juego y distan mucho
de ser divertidos los líos que tiene Messi con el fisco español. La propia Fifa
hiede a kilómetros de distancia. De hecho, el juego tiene de vieja data sus
vertientes degradadas, pues el que se practica en los casinos no es lúdico,
sino angustioso y puede ser la puerta de entrada a una adicción devastadora.
Dicho lo anterior, existen los rarísimos James
Rodríguez de este mundo quienes, al tiempo que se desempeñan con incomparable
destreza en los escenarios cumbre de su deporte, lo hacen jugando y
divirtiéndose. Sobra decir que todos, incluso James y sus amigos, un día
sufrirán la derrota. En ese momento tendrán que soportar la increíble
volatilidad de la opinión pública, en particular de los Dracones de la prensa
deportiva, en la que hay cada especialista en fruncir el ceño y señalar con el
pulgar hacia abajo. Es que los dioses no pueden fallar. Por algo son dioses.
Otros, por supuesto, estamos simplemente
agradecidos.
Andrés
Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com,
@andrewholes
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